Deporte y sexualidad siempre han ido de la mano. El símil sexual suele ser el preferido a la hora de construir la simbología de los triunfos y las derrotas deportivas. “Y siga, siga, siga el baile…al compás del tamboril, que esta noche nos cojemos, a los putos de Brasil…” fue uno de los cánticos más usados por el publico para insuflarle espíritu ganador a los jugadores. Y la verificación de que en esto se halla una de las claves motivacionales del círculo virtuoso del éxito la dio uno de las figuras del equipo argentino -Carlos Delfino- cuando muy desbordado por la alegría y en pleno momento de festejos tras la entrega de premios, tomó el micrófono del estadio y no pudo evitar ser directo: “al final les rompimos el culo, la puta madre” en clara referencia metafórica a la derrota propinada a la representación brasileña.
Pero el conmovedor comportamiento de la selección argentina de básquet conlleva siempre una automática comparación con el derrotero -nunca mejor usado este término- de nuestra selección de fútbol y el desafortunado andar de su competitividad sexual de los últimos años, porque gran parte de la afición si bien cultiva una especie de universalismo que la hace interesarse por otras disciplinas deportivas, es eminentemente futbolera. La figura del capitán Mascherano y sus ojos llorosos, la carita de Messi inexpresiva hasta para la tristeza, el apesadumbrado viaje hacia los vestuarios con las cabezas gachas, se nos hicieron una figura repetida, como una escena de una de esas películas que repiten cada dos por tres en alguno de los canales de cable. El fútbol se acostumbró a ser una representación que en las previas enciende llamaradas de esperanza con declaraciones triunfalistas pero siempre terminando vapuleada, herida, abusada, puteada, sin jamás tener el placer de vulnerar algún trasero importante, como en la reciente frustración de la Copa América que luego de una estruendosa promesa previa terminó como una pesadilla pasiva. Pensar que al final de cuentas solo pudo acceder carnalmente a una devaluada representación juvenil de Costa Rica, futbolísticamente de tercer orden -el equivalente a una mísera masturbación de consuelo- y soportamos para colmo una postrera penetración dolorosa de parte de los fornidos uruguayos. Los del fútbol se van siempre con sus anos sangrantes, pequeños, chiquitos, lloriqueantes e impotentes para revertir cualquier adversidad. Los del básquet rugen de satisfacción viril como gigantes fálicos por sus valiosos orgasmos logrados después de duras batallas contra grandes enemigos.
Pero sería un error reducir todo al coraje, o al factor emocional, que nunca sería suficiente en si mismo para vencer, porque el equipo de básquet además y principalmente derrocha también talento y grandes actuaciones como la de Scola en la final o la de Ginobili en el tercer cuarto del match decisivo contra Puerto Rico. Son jugadores de elite y en la selección potencian sus actuaciones, rinden al máximo y le agregan un plus, por fusión colectiva en lo anímico más allá de lo técnico, y por un alma ganadora que se expresa como fervor desbordante por acceder al tesoro sexual del adversario, una libido ardiente dispuesta a cualquier sacrificio con tal de obtener la compensación del polvo final.