Son las astillas del yo, dispersas en las guerrillas simbólicas de los claustros domésticos, en las escaramuzas de los mundillos competitivos de los que estamos invocados a ser partícipes. Un teatro de intrascendencia crónica donde los orgullitos individuales, tan divisibles y patéticos, juegan cotidianamente su juego de supervivencia, y salen airosos porque se reproducen infinitamente.
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