"La estrategia neoliberal, su enorme capacidad para impregnar con su visión del mundo al sentido común dominante, logra apropiarse, cuando lo necesita, de memorias y gramáticas pertenecientes a sus antiguos adversarios pero lo hace vaciándolos de contenidos y reduciéndolos a espectáculos especialmente armados para conciencias sensibles. También lo hace reescribiendo la turbulenta historia de la modernidad destinando sus críticas más ácidas y destructivas a la transformación de la genealogía de la revolución popular en materia prima de la barbarie homicida de los totalitarismos. La astucia de la deconstrucción de las sagas populares revolucionarias (que empieza, como es obvio, por la etapa jacobina de la Revolución Francesa y atraviesa desde la Revolución Rusa, pasando por la China y Cubana hasta alcanzar a todos los movimientos de liberación nacional y las diversas formas del populismo a lo largo y ancho del siglo veinte) se hace en nombre de una democracia “esencial”, normativa, capaz de ofrecerse como el paradigma virtuoso de la República siempre soñada y hasta añorada por nuestros progresistas que, ¡al fin!, creen que a la historia moderna le sobró Rousseau y le faltó Locke o, de una manera más aggiornada, abundaron Marx y Keynes y escasearon Von Hayek y Friedman. Nuestros progresistas, todos provenientes de la mitología de la revolución, antiguos cultores de los diversos marxismos y populismos transgresores, han mutado en defensores a ultranza de una alquimia de liberal capitalismo, multiculturalismo importado de los departamentos de estudios culturales anglosajones, institucionalismo dogmático y rechazo visceral a cualquier recuperación de la política como conflicto. Su panacea es la famosa “sociedad abierta” de Karl Popper pero bajo la multiplicación infinita del espíritu libertario de la mercancía. Lo demás es, claro, barbarie bajo la forma de una genealogía del horror revolucionario que, ahora y entre nosotros, ha cambiado nuevamente de forma y se ha vestido con las ropas plebeyas del neopopulismo"
Es realmente una muy buena pintura estructural la que hace en este artículo Ricardo Forster de la siempre conflictiva relación entre los populismos latinoamericanos, el peronismo y las fuentes argumentales que dominan el pensamiento de derecha en la Argentina. Más allá de guardarme algunos desacuerdos principalmente ante cierto sesgo idealizador de su mirada hacia el interior de los movimientos populistas, donde nunca han faltado grandes presencias de oportunismo corrupto basado en la pura ambición de poder, conviviendo con otras genuinas convicciones militantes.
Esa reacción que explica Forster se observa por ejemplo en ese estado de “ataque de nervios” que demuestran los intelectuales y “filósofos” al servicio del orden económico como Tomás Abraham. El kircherismo la logrado ponerles los nervios de punta como pocas expresiones políticas lo han logrado en la historia. Los 90 fueron para ellos la consumación de un éxtasis que creían iba a ser eterno e inmutable. El neoliberalismo se había impuesto en el mundo como el pensamiento único, y las ideas peligrosas –socialistoides, populistas, progresistas- aparecían como definitivamente enterradas. A nivel local la yapa: ¡milagrosamente habían podido domesticar al peronismo! Desmintiendo totalmente aquel mito de Borges de que era incorregible, el peronismo de la mano de Menem se volvía un bendito placer y dejaba de ser la gran maldición de la tranquilidad burguesa. Ya ni siquiera habría que lidiar con los descarriados muchachos, porque milagrosamente mutaba a una versión complaciente y fanática de las ideas dominantes. El kirchnerismo destruyó esa ilusión de a poco, gradualmente, pero en definitiva con suma desfachatez y para colmo a plena luz del día.
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