Minificciones
—Florencia, me voy a ladrar a la calle—dijo y partió con total naturalidad en busca del exterior.
Fue y ladró, ladró con toda su voz humana, en las veredas, delante de los transeúntes, frente a las puertas de los domicilios. Dijo que se iba a ladrar y ladró, pero de pie, no buscó posturas perrunas como podría suponerse, ladró de parado, erguido o adelantando levemente la cabeza hacia adelante. Le ladró al portero de un edificio de departamentos que barría una vereda, le ladró a un grupo de chicas estudiantes secundarias de blazers coloridos que cruzaban la calle por la cebra peatonal. Tomaba aire, alimentaba sus cuerdas vocales y volvía a ladrar. Pero en una plaza tampoco orinó en un árbol ni levantó la pierna para hacerlo, simplemente se detuvo y bien parado regó uno de los árboles con su pis. Siguió ladrando. Recibió indiferentes reacciones al principio, porque a la gente le cuesta absorber una escena en la frenética puja de estímulos de la gran ciudad. Pero iba a suceder y sucedió. Un señor canoso de unos cincuenta años, vestido de traje, como un impecable empleado de oficina, detuvo su transitar y lo observó con intenciones de reaccionar ante lo inverosímil. Pero él le ladró desafiante, usando todo el rango de su registro grave, fijando la mirada directo a los ojos, ladró hasta provocar la huída del voluntarioso oficinista. Entró a un bar y ladró sentado a una mesa, le ladró al mozo en la cara, y no tardó en obtener un cúmulo de miedo y desconcierto a su alrededor. Las posibilidades de supervivencia de la locura cuando se hace pública son de muy breve duración porque rápidamente surgirán acciones que dirijan a su supresión, en el juego de la convivencia social la interpretación de cualquier rol inverosímil despierta alarma de denuncia.
No hubo ninguna señal que pudiera hacer sospecha de algo anormal en él declaró Florencia. Nada de nada, ni antes ni ahora. Simplemente dijo que se iba a ladrar y por cierto se comprueba que cumplió. Ningún antecedente de brotes psicóticos, ni siquiera estados depresivos o angustias que lo hayan hecho concurrir a un terapeuta. Florencia, pobre, no estaría capacitada para ver las señales inequívocas que seguramente se desparramaron antes sus ojos a lo largo de los años que lo conoció. Nadie ladra de la noche a la mañana sin emitir avisos de alguna incorrección, sin poner en evidencias indicios de lo que será la resolución de su acto más trascendente. Una encarnación de perro tan verosímil requiere un proceso silencioso pero indiscreto de construcción psíquica, no se elabora en un instante de psicótica inspiración y no crece sin dejar mensajes de anuncio.
Florencia seguramente fue víctima de la naturalización perceptiva que es efecto de la convivencia y hace que hasta las señales más extrañas se pierdan en el constante rodar de la cotidianeidad. No habrá podido percibir por ejemplo que en los últimos tiempos era el olfato el sentido que guiaba su conducta sensible, que al hacerle el amor detenía como nunca su nariz en las partes íntimas procurándose un placer que retaceaba a los demás sentidos. Tampoco su agitación prematura en las habituales caminatas aeróbicas que lo mostraban respirando por la boca con una frecuencia desproporcionada al esfuerzo realizado.
Cuanto tiempo podría ladrar hasta que algún representante de la ciudadanía en ejercicio del poder de la normalidad buscara hacerlo detener por la fuerza, acudiera a la denuncia policial, al pedido de asistencia médica compulsiva, al reclamo de un accionar coactivo que hiciera cesar la falla, que abortara la amenaza indeterminada para la integridad tísica del mundo corriente. Intuyó la conmoción en aumento y salió del bar, nadie le había servido nada obviamente porque solo había proferido ladridos. Las calles céntricas se volvían una encerrona. Volvió a ladrar en la vereda colmada de gente que esperaba el colectivo, y ya un par de personas del bar lo siguieron, interesado en tomar parte de su desequilibrio. Percibiendo quizá los sonidos más que mirando tomó nota del corte del semáforo y cruzó por la senda peatonal ladrándole a los que cruzaban con él, pero siempre erguido, desde la altura de su boca, sin agacharse.
Todo aquello que no supera la compleja debilidad con que el destino marcó su implante vital, tarde o temprano se derrumba. La falla está en el origen, y por más que en siglos y siglos no tengamos noticias de su existencia, en algún momento de la cruel anormalidad se presenta, irrumpe soberana. Entonces se prueba que las reglas carecen de infinitud, siempre llega el momento en que se agotan y cesan en su función. Y tampoco sabemos cueles son las que realmente gobiernan nuestra realidad; si las que suponemos fluyen delante de nuestros ojos o aquellas que ocultas tal vez no han dejado de cumplirse ni un instante. Fácil sería aventurar que el súbito ladrar pudo haber sido el reflejo tardío de una procesión patológica derivada de un trauma infantil, pero la irrupción azarosa del comportamiento anómalo se encarga de borrar sus propias huellas al estallar, aniquila los indicios que permitirían destruir el secreto, su mayor tesoro.
Florencia necesitaba concluir, acabar con esa confusa sucesión de confidencias que se había vuelto relato. Su mirada en un punto lejano presagió un final infeliz, una ajustada correspondencia entre la pena que derivaba de lo narrado y su irremediable autenticidad. Su apresuramiento indicaba la necesidad de una síntesis tan aliviadora como una clausura.
—Al final lo encerraron, pobre, se lo llevó la policía…
—Ah, claro, era de esperar, lo denunciaron por loco…
—No, porque le mordió el culo a una vieja…
Las primeras leyes que no se respetan son las científicas. La realidad racional no resiste un archivo, está sujeta a morir de vergüenza cuando se le muestran sus brutales contradicciones. Tantas veces el Orden de la Lógica es puesto en ridículo por el más infeliz de los hechos, que pocas ganas le deben quedar de seguir haciéndose cargo de la conducción. Es demasiado milagro sostener el simulacro de una hegemonía solo a través de los fatigados hilos de una reputación todopoderosa. Las leyes científicas deberían avergonzarse ante tamaño papelón cotidiano a las que las somete la realidad. Florencia acabó ignorando tanto las causas probables como el destino final de aquellos ladridos que un día lo cambiaron todo. Las responsabilidades y respuestas se arrojaron al mar de la incertidumbre biológica, y el encierro que ya fue irrecuperable, ocurrió muy lejos de su conocimiento. Y sobre el recuerdo que guardaba de él, muy pronto comenzaron a crecer sombras húmedas sobre las que germinaron musgos y verdines desolados, síntomas que aparecen sólo cuando el intransigente olvido ha tomado una decisión definitiva.
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