Hace unos días un participante de un foro sobre filosofía reflexionaba sobre por qué la mayoría de las polémicas donde rondaba el tema político -o bien se terminaba desembocando en él-, contaban con un nutrido fervor participativo y a las puramente filosóficas las afectaba una escuálida repercusion. Prejuicio todavía vigente de la cultura occidental: los asuntos de la política están sospechados de pequeñez frente a los grandes temas filosóficos que necesitan volverse abstractos para mantener su reputación. La política se refiera al poder y el poder tiene el defecto de no ser reducible a una especulación flotante en otra dimensión que no sea una tajante realidad que se sufre, como el dolor, el hambre o la opresión, en la carne. La filosofía vive de su reputación, de sus glorias pasadas, de sus momentos en los que reinó como la gran emperatriz del conocimiento humano unificado, aquella gran dueña de la vocación de los más lúcidas mentes de la naturaleza humana. Puede que la filosofía se seque en la falta de riego adrenalínico sobre sus campos respecto de la política.
Los temas políticos traccionan brutalmente la atención, arrasan con el fervor disponible, acaparan las energías polémicas de los interesados en el intercambio de ideas, en gran parte porque su trama está ocurriendo en el aquí y ahora; y los problemas filosóficos, por culpa de los que han hecho de la filosofía esto que es, nunca ocurren en ninguna parte y en ningún tiempo. La filosofía debe dejar de ser una especulación desarraigada que deambula errante por un espacio indefinido y volverse un acontecimiento ubicable en algún domicilio del tiempo y el espacio, aún en su más pura y evanescente abstracción. ¿Por qué tendemos a creer que le falta sabor a una discusión filosófica? ¿Por qué la suponemos sutil y difusa, siempre enrevesada y árida? Alguien la ha vestido alguna vez con esas ropas y ninguno tuvo la convicción para desvestirla. ¿Como puede ser que no despierte el estallido del fervor y la vehemencia pensar en temas tan hondos y tan cotidianos como la existencia, la muerte o la vida? Es que la filosofía ya no se refiere a aquellos temas que suponemos son suyos, sino que la pasa navegando en disquisiones menores, vulgares y accesorias que hacen a la mera instrumentalidad del pensamiento; que se ocupa de su propia lucha interna sobre sistemas y posturas que combaten unas contra otras para hacerse de un prestigio que aún decadente es apetecido por aquellos que han heredado su administración. Un entretenimiento de parroquia donde las discusiones no son sobre los temas de fondo sino sobre como poder establecer la autoridad de la corriente en la que cada uno se atrinchera para exibirse.
Ocuparse de vigilar ortodoxias y de refutar afirmaciones ajenas en base a la confrontación de intríngulis formales sobre los grandes y pequeños "sistemas de pensamiento" que al final colapsan unos contra otros sencillamente porque no pueden verse en la espesa niebla del aislamiento con el que fueron concebidos, es la peor condena de una filosofía que ha olvidado que su naturaleza nunca debió desobeceder el mandato de filosofar. El resultado es una confusa y detestable continuidad de diálogos de sordos, de la flagrante imposibilidad de entenderse porque no se cumple el mínimo requisito de saber de lo se está hablando. La filosofía no es esa desapasionada ejercitación del vano orgullo intelectual como nos quieren hacer creer, como si fuera un deporte de reyes aplomados y aburguesados, sino que se puede teñir de las características del carácter humano, habrá filosofía apasionada y encendida desde el fuego voraz de las pasiones como puede que también la haya desde la calma o la contemplación.
Es lo que han convertido a la discusión filosófica lo que resulta un tema menor, y no la política que sigue encendiendo pasiones legítimamente pues su objeto es el poder desnudo que desborda nuestras reacciones emocionales y hace temblar de necesidad de expresión a nuestras entrañas morales.
Los temas políticos traccionan brutalmente la atención, arrasan con el fervor disponible, acaparan las energías polémicas de los interesados en el intercambio de ideas, en gran parte porque su trama está ocurriendo en el aquí y ahora; y los problemas filosóficos, por culpa de los que han hecho de la filosofía esto que es, nunca ocurren en ninguna parte y en ningún tiempo. La filosofía debe dejar de ser una especulación desarraigada que deambula errante por un espacio indefinido y volverse un acontecimiento ubicable en algún domicilio del tiempo y el espacio, aún en su más pura y evanescente abstracción. ¿Por qué tendemos a creer que le falta sabor a una discusión filosófica? ¿Por qué la suponemos sutil y difusa, siempre enrevesada y árida? Alguien la ha vestido alguna vez con esas ropas y ninguno tuvo la convicción para desvestirla. ¿Como puede ser que no despierte el estallido del fervor y la vehemencia pensar en temas tan hondos y tan cotidianos como la existencia, la muerte o la vida? Es que la filosofía ya no se refiere a aquellos temas que suponemos son suyos, sino que la pasa navegando en disquisiones menores, vulgares y accesorias que hacen a la mera instrumentalidad del pensamiento; que se ocupa de su propia lucha interna sobre sistemas y posturas que combaten unas contra otras para hacerse de un prestigio que aún decadente es apetecido por aquellos que han heredado su administración. Un entretenimiento de parroquia donde las discusiones no son sobre los temas de fondo sino sobre como poder establecer la autoridad de la corriente en la que cada uno se atrinchera para exibirse.
Ocuparse de vigilar ortodoxias y de refutar afirmaciones ajenas en base a la confrontación de intríngulis formales sobre los grandes y pequeños "sistemas de pensamiento" que al final colapsan unos contra otros sencillamente porque no pueden verse en la espesa niebla del aislamiento con el que fueron concebidos, es la peor condena de una filosofía que ha olvidado que su naturaleza nunca debió desobeceder el mandato de filosofar. El resultado es una confusa y detestable continuidad de diálogos de sordos, de la flagrante imposibilidad de entenderse porque no se cumple el mínimo requisito de saber de lo se está hablando. La filosofía no es esa desapasionada ejercitación del vano orgullo intelectual como nos quieren hacer creer, como si fuera un deporte de reyes aplomados y aburguesados, sino que se puede teñir de las características del carácter humano, habrá filosofía apasionada y encendida desde el fuego voraz de las pasiones como puede que también la haya desde la calma o la contemplación.
Es lo que han convertido a la discusión filosófica lo que resulta un tema menor, y no la política que sigue encendiendo pasiones legítimamente pues su objeto es el poder desnudo que desborda nuestras reacciones emocionales y hace temblar de necesidad de expresión a nuestras entrañas morales.
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