El acoso de la palabra no permite disfrutar de los devenires crudos, exentos de comentarios, de conclusiones, simplemente efímeros en su eternidad incuestionable. Eso de existir como juego fluido, como pasatiempo infinito sin retroceso, hundido en una dimensión donde nadie se pregunta nada y nada puede interferirse para ser pensado. Siempre me encantó el pensamiento, supe gozar su placer infinito, pero en esta estación del recorrido reconozco que el pensamiento viola la naturalidad de los hechos, los contamina con su lastre apestoso de lengua en mal estado. Es que las palabras son vivas, y como tales se echan a perder, el lenguaje es como conjunto de carnes sabrosas solo el día que se las prueba pero que luego se pudren, que echan mal olor, se vuelven pestilentes e invasoras de la sanidad de todo lo que rodean. Los hechos en tránsito, en cambio, son imputrecibles, imperecederos, son la nuda conciencia del instante que flota sin poder detenerse a ser comprendido, contienen el sabor incomparable de lo no dicho, del silencio, del blanco de la hoja, de la articulación abolida, de la experiencia guiada por su propia naturaleza de giros inesperados y temblores inexplicables, de lo no pensado.
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