Intelectual es el que no hace otra cosa que leer y escribir
Si nos tuviéramos que atener a una definición sencilla, intelectual sería todo aquel que trabaje fundamentalmente con el intelecto, y en esa categoría los habría diversos: escritores, investigadores, profesionales, científicos, artistas, técnicos, diletantes. Pero el diccionario de la Real Academia Española nos depara una advertencia en una tercera acepción del adjetivo: “Dedicado preferentemente al cultivo de las ciencias y las letras”. Más allá de todo esto, en el ámbito cultural un intelectual es ante todo quién se muestra como tal y vive del capital simbólico de serlo. El novelista, el ensayista, el opinólogo, el filósofo, el sociólogo, el profesor de ciencias sociales aparecen con más posibilidades de reunir los requisitos para sostenerse en la sustantivación del adjetivo.
Ahora bien ¿por qué un crítico literario luce más intelectual que un proyectista de ingeniería nuclear o un tratadista de neurofisiología? ¿O en ambos no se requieren altísimas prestaciones y desarrollos del intelecto?
Se supone que alguien que hace algo con sus manos más complejo técnicamente que escribir no es un intelectual. De René Favaloro por ejemplo se hubiera dicho cualquier cosa menos que era un intelectual. ¿Pero acaso su excelencia en la cardiocirugía y sus proyectos no implicaban un alto nivel de trabajo intelectual? Quién posea habilidad práctica pareciera alejarse de lo intelectual, reservado a los que no saben hacer otra cosa que escribir, leer o hablar. Llegamos a otro campo categorial donde el intelectual se diferencia de sus parientes cercanos; el científico y el artista. Una cosa es un “científico”, otra casi por oposición es un “artista”, y otra tercera diferente a las dos es un “intelectual”.
Pero parecen requerirse algunas cualidades suplementarias para graduarse socialmente como un intelectual; una amplitud cultural que exceda su marco profesional específico, una voz propia demostrada a través de trabajos, libros o ponencias, y un cierto grado de intervención pública. Raramente alguien que permanezca absorto y circunscripto en torno a los estrechos límites de su metier podría ser considerado un intelectual puesto que para visibilizarse como tal necesita algún tipo de toma de posición en asuntos sociales y culturales que excedan su labor cotidiana. Todo intelectual por lo tanto es por definición alguien comprometido con un nivel mínimo de intervención, lo que refutaría la noción corriente de que existen intelectuales puros, no comprometidos.
El escudo protector del pesimismo
El pesimismo del intelectual frente al optimismo del político es una cortina de humo que esconde motivaciones totalmente extrañas a estas nociones. La actitud reflexiva y crítica ante la realidad, el sostén de una postura intransigente respecto de asumir compromisos con estructuras políticas o económicas que condicionen o limiten la absoluta potestad sobre la propia interpretación de la realidad, sobre la propia palabra, son caracterizaciones esenciales de la intelectualidad pero no tienen relación con el pesimismo como actitud, que es una calificación intencionada del pensamiento crítico autoimpuesta y constituye toda una orientación del pensamiento; el pesimismo puede ser desde una actitud de posicionamiento social hasta una corriente determinada del pensamiento crítico, pero nunca la característica típica del oficio del pensamiento crítico como se la pretende presentar. Por ello, existe el intelectual optimista y no es menos intelectual que el pesimista en un sentido categorial, como el intelectual materialista no es menos intelectual que el idealista.
El pesimismo del intelectual de izquierda es un contenido determinado de una postura frente a la realidad social; y en las últimas décadas, tras los fracasos de las ilusiones sesentistas y setentistas, tras la erección del pensamiento único neoliberal como teorización triunfante, vio incrementada su nómina de adscripciones. No creer en nada ante todo porque todo en definitiva está regido por la órbita de un poder capitalista de obediencia insalvable, por lo que cualquier confianza en la posibilidad del cambio es nada más que un preámbulo para un inexorable final de defraudación y desilusión. El optimismo gana la reputación de engañoso aún cuando no se haya demostrado que el pesimismo no lo sea también.
El optimismo es visto como una estrategia destinada a manipular voluntades con intereses políticos, asociando como sinónimo que su entusiasmo convocante no pudiera ser usado a favor de una política transformadora, y siempre debiera estar ligado a intenciones conservadoras que solo encubren ambiciones de enriquecimiento personal.
El pesimismo, en tanto se lo supone consecuencia natural de una evaluación desinteresada de la realidad, es visto como prenda de honestidad intelectual. El pesimismo da reputación técnica y moral, el optimismo por el contrario pareciera ser indicador de ligereza, insensatez y liviandad interesadas en la manipulación. El pesimista se preserva limpio, el optimista corre el riesgo de ensuciarse. Y si bien ambas posturas están igualmente expuestas al error frente el devenir de los hechos, el fallo del pesimista siempre luce virtuoso, previsor, comprensible y excusable, frente al de optimista que se torna denigrante, ligado a la ingenuidad, la credulidad, el entusiasmo fácil e interesado o el liviano voluntarismo.
Libre de contaminantes políticos
El exceso de independentismo del intelectual resulta a veces tan exasperante como el "dependentismo" monolítico. Es irritante esa sobreactuada huida de cualquier apoyo colectivo que caracteriza a algunos intelectuales, esa pretensión de ser como un cristal, orgullo individualista de independencia como rechazo a cualquier instancia de contaminación social. Lo social como la tumba de la libertad individual, concepto ultraliberal pero el preferido de los intelectuales de izquierda.
El principal temor es ser contaminado por la ola aceitosa y maloliente que rodea lo político desde que fue consolidándose su mala imagen pública. Como si el apoyo a un proyecto desde el propio lugar lo convirtiera automáticamente en defensor adherente de la conducta pública y privada de funcionarios, un rendidor de obediencia a aparatos y comisarios que dictan relatos oficiales, amigos y cómplices de oportunistas y corruptos.
Todo pasa por retener la facultad de la libre decisión, y nunca ponerse bajo las órdenes de los mandos tácticos y estratégicos del electoralismo político si no es por convicción autónoma, nunca por disciplina partidaria. Si se está reflexionando como intelectual no cabe el argumento sobre que “no digas tal cosa porque no es tácticamente bueno para el proyecto y les estás dando pasto a los opositores” Eso es una indicación de gestión política, solo admisible dentro de una estructura orgánica de actividad, más nunca tolerable, ni siquiera como consejo, para la actividad del intelectual. Si el intelectual subordina su actividad a los intereses tácticos de un Proyecto Político, deja de ser un intelectual y pasa a ser un funcionario, aún sin cargo.
La decisión final de que decir debe estar a cargo del propio intelectual, y nunca necesitar la aprobación de los administradores del sentido común partidario. Si el intelectual cree que no es conveniente exponer un tema por una cuestión táctica, lo hará, pero si no lo cree así debe decidir por si mismo con total independencia de los que digan las voces que se adjudican el control estratégico del relato oficial. El intelectual independiente que apoya un Proyecto no es vocero de ese proyecto, sus palabras no deben interpretarse como referencias oficiales. Ese el peligro de Carta Abierta, asegurar que lo que decide decir y no decir es una decisión sin condicionamientos de agentes o comisarios políticos.
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