Antes de acudir al templo, como un medicamento preventivo para el abrupto anochecer de sus instintos, se confortó a si mismo repasando una frase fundante:
“La madurez es la noble fatiga del alma en la vil decadencia del cuerpo”.
Intimidado en principio, luego se sintió ilusamente autorizado a empequeñecer todos los objetos que los rayos de sus ojos alcanzaban a irradiar. Creyó que detener la mirada en cualquier punto era gobernarlo a su arbitrio, elevando a una natural plenitud la sensación de que cada objeto observado quedaba reducido a su dominio. Una vivencia de posesión automática en la que todo lo que lo rodeaba formaba parte de una dimensión inferior, sumisa y súbdita de él, que convertía el entorno en una débil escenografía sufriente al punto de despertar su compasión. En el estado de la ritual normalidad que había experimentado toda su vida anterior, los ambientes solían cocinarlo con sus emanaciones de indiferente soberbia. Ahora en cambio acudían como envueltos por una benevolente deferencia, con tan fértil amabilidad que era imposible no dejarse atrapar por un extrañamiento indescifrable.
Las formas reconocibles hablaban en voz baja el espacio, murmuraban la definición de los contornos ambientales en tímidas tertulias de volumen apenas audible. Entonces el Todo podía aprehenderse como una iglesia plástica, apta tanto para la unción atea como para cualquier tipo de libertinaje teológico, una galería orgánica con inmunidad de nunciatura, donde se ocultaría ese gran laboratorio del cuerpo y del espíritu capaz de ejecutar milagros renovadores en unidades íntegras. Todos los límites estaban rodeados de muestras pulsantes, figuras diastólicas en relieve brillante como de bronce sanguíneo, verdaderos sellos estampados de ruegos, como si los sordos murmullos de cada plegaria genética se hubieran calcificado en las superficies. En el medio de un desorden de tubos de ensayo, de esculturas de santos pintarrajeadas, de ratones encerrados a pan y agua en jaulas de acero inoxidable, con muestras de plasma a punto de hervor y diversos atavíos del socorro químico, sólo podía percibirse el trepidar de una vela electrónica a punto de concluir su efímera rigidez. Un giro de manos introdujo la ostia ácida en su boca, la sintió como un veneno sabroso que en pleno acto de complacer mata, y ya todo se licuó dando lugar a la reacción primigenia de la resurrección.
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