El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

mayo 05, 2011

Las toxinas urbanas


Se distribuye y propaga en todas las direcciones, como la luz, una noción emocional de la realidad compuesta de una mezcla de desalentadora sordidez y una potente invitación al hartazgo de vivir. Los medios dan el amargo veneno y también tienen preparado el dulce antídoto en la fragua del entretenimiento simplista. Se puede observar sin mayor esfuerzo el trazado de las coordenadas del odio bien direccionadas, la festejada altivez de los cínicos, el orgulloso desdén de los atropelladores y el derrotado reclamo de los atropellados, la infinita soberbia de una injusticia que es exhibida en su trabajosa impunidad con una función aleccionadora. Todo ese ritual unanimizado de resignada adaptación hace del retro-post-moderno hombre-masa, un mero receptor de los caprichos tiranos de los mejor posicionados que él.

La población rugiente de las ciudades se dispone para vivir el acontecimiento de su duración activa como un espectáculo banal. La vida en las megalópolis es infinitamente pública; por más hormiga que uno parezca no deja de ser partícipe de un hormiguero trascendental, y puede a la vez ser profundamente solitaria a través del choque violento contra la agresiva indiferencia y la hostilidad irremediable por defecto que se huele ante cada aproximación al Otro.

El aplauso social, aplauso virtual que opera a nivel de una profunda psicología, contiene el núcleo de la fatal dependencia ante el Todo. Los medios de masas son los únicos capaces de soldar vínculos volátiles para superar el estado de suprema fragmentación, por ello el ciudadano de una megalópolis es el más dependiente de esos medios, hambreado como está de referencias colectivas unificadoras, abrumado por un entorno que es opresor en si mismo por una mera cuestión de escala; la compañía amenazante de la poderosa masa física del gigante urbano, visto como inmanejable, tortuoso y caprichoso. La vida en pequeñas poblaciones plantea la dicotomía de un elevado control social a nivel psicológico originado en la insoportable sensación de vecindad con todos sus habitantes, a la vez que permite acumular la familiar sensación de dominio sobre un entorno físico módico y accesible. La megalópolis ofrece en cambio la seducción libertina de subsumirse en la malla permeable del anonimato. Será clave para comprender el traqueteo de lo social, distinguir los resortes básicos del llamado nuevo proceso de distribución de la pobreza.

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