Aquel anciano notario, creyéndose ya una insignificante alimaña profesional que había dedicado su larga vida de trabajo a la veneración de los papeles impresos, encerrado entre paredes y algunas luces artificiales, una tarde mientras viajaba en un tren de regreso a su casa observó por la ventanilla a unos labradores que en la soleada ladera de un valle abrían a puro sudor los surcos vitales de la tierra. De inmediato se inspiró para proyectar por fin la celebración del justo acto que lavaría el sentimiento de inutilidad espiritual que lo acosaba en aquella inminencia de la conclusión de su propia vida, una trayectoria biológico-social que a la luz de esa hora sería considerada por todos aquellos que la habían contemplado como una serie de eventos tan correctos como despreciables. Se bajó en la próxima estación y retrocedió a pie varios kilómetros bordeando las vías hasta aquella ladera donde había visto a los labradores. Una vez ante ellos pidió prestada una herramienta que le fue entregada con extraña confianza por un labrador gentil que sobresalía del resto de sus compañeros por lucir una larga cabellera aindiada. La sostuvo un instante en sus manos y dirigió unos pocos impactos hacia la tierra que formaron una leve hendidura apenas suficiente para sembrar unas pocas semillas. Acto seguido se detuvo y labró un acta donde dejó constancia del cumplimiento de su trabajo y le pidió al labrador melenudo que certificara con su firma, que no fue otra que un violento guadañazo que acabó por desgarrar totalmente el viejo papel oficio.
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