Tiempo atrás, un excelente artículo de Leonardo Sai en Nación Apache sobre el fútbol incluía a modo de referente reflexivo unas citas de Tom Wolfe cuya lectura atenta ha renovado mi inquietud sobre un tema que considero uno de los más cruciales de este comienzo de siglo XXI y que tiene que ver con la evolución de las actitudes filosóficas, ideológicas y políticas frente al cambio, y como las fuerzas de un orden conservador que operan en todas las direcciones y sentidos de la realidad parecieran haber penetrado los discursos de tal modo de hacer aparecer cualquier voluntad profunda de transformación social como una pretensión reñida con los correctos ideales de la libertad democrática.
En primera instancia, pareciera que Tom Wolfe no representa nada más que una nueva voz del postmodernismo; ese pensamiento débil y claudicante que no fue nada otra cosa que el más fantástico invento conservador del poder capitalista para neutralizar definitivamente al modernismo y alejar todo peligro de acciones transformadoras, de poner al poder a buen resguardo de tales amenazas. Me parece una proposición falsa y tramposa la de asociar las peores atrocidades políticas del siglo XX con el deseo de cambiar el mundo, ya que el correlato de la intencionalidad aleccionadora de tal afirmación es alevoso: “por consiguiente no desees cambiar nada, sométete a todo lo que caiga sobre ti y vuélvete conservador”. ¡Lo único que falta es que culpen a los hippies de las deudas impagables del tercer mundo!
Asociar al deseo de cambio radical con la emergencia de las peores dictaduras es una operación de sentido espuria, que sobrevuela la verdad en algunos de sus flancos instrumentales pero no nos dice toda la verdad. En las dictaduras mesiánicas la idea primordial era la de alcanzar el control absoluto de la realidad, el dominio absoluto de personas y cosas, y puede que haya estado presente la idea de hacer tabula rasa como un modo de alcanzar una expresión de ese dominio de máxima perfección y pureza, pero se trata de una idea con una connotación evidentemente instrumental a esos fines por lo que debiera omitirse ligarla irremediablemente a ellos, desconociendo que existen otros idearios opuestos para los cuales el establecimiento de unos cambios tan radicales -que impliquen de hecho un nuevo comienzo- constituye un instrumento viable.
Las peores dictaduras tuvieron como fines la expansión más perfecta de esos ideales de poder y de dominación territorial infinitas, ideales consecuentes de una forma de entender el mundo, que es precisamente contra lo que muchos otros ideales de cambios han luchado. El truco de esta asociación falsa entre voluntad de cambio y de dominio es pretender establecer que el único modo de plasmar transformaciones sociales profundas sería mediante dictaduras o aplicando instrumentos de tormento políticos, y que si queremos evitar esos flagelos no nos queda otro remedio que someternos a lo que hay. Siguiendo esta línea tan mercantilmente manipuladora de razonamiento, la idea de terminar con el hambre en África por ejemplo o de salvar al ambiente terrícola del aniquilamiento –por citar dos ejemplos elementales- serían propuestas desechables por fascistas y mesiánicas, unos desubicados intentos contra natura que no nos pueden proporcionar otra cosa que unas trágicas consecuencias.
Es cierto que muchas veces los mejores intencionados delirios de cambios absolutos y radicales son enemigos de los logros más modestos y concretos; que los sueños de los grandes palacios de bienestar truncan a veces la solidez incipiente y necesaria de una cobertura vital de ladrillos bien amalgamados, pero de ahí a comprar la marketinera lección que quieren vender los conservadores hay demasiada distancia. También comparto algunas de las críticas a las propuestas del modernismo progresista, sus excesos estéticos que desconocieron las posibilidades reales de una sociedad de absorber transformaciones y confiaron demasiado en un determinismo concentrado, pero el postmodernismo fue más allá de la crítica y concretó en términos de discurso la destrucción de aquellos tesoros que la modernidad poseía: su esencia inconformista y transformadora, su capacidad para ser desafiante a toda fuerza establecida mediante la activación constante de la generación de utopías deseables.
Para el orden conservador, en su era actual caracterizada por la mayor sofisticación táctica jamás conocida, lo conveniente es desalentar desde el discurso toda necesidad y deseo de nuevos comienzos que pudieran poner en peligro su situación de apogeo en el máximo beneficio. Creo que es esto es algo obvio de toda obviedad y por ello nos tratarán de convencer de cualquier modo que pretender cambiar las cosas desde la raíz trae aparejada la peor de las calamidades autoritarias. A esta altura me parece que el mayor éxito conservador del siglo pasado ha sido ése, la tremebunda ironía final de lograr convencer a sus enemigos de que ser conservador es progresista y que todas esas ideas raras de cambio -como imaginar un límite a la acumulación de capitales o pretender redistribuir las riquezas- son fascistas.
Ah, incluso no falta mucho para que se declare que la alfabetización es un acto de fascismo cultural.
En primera instancia, pareciera que Tom Wolfe no representa nada más que una nueva voz del postmodernismo; ese pensamiento débil y claudicante que no fue nada otra cosa que el más fantástico invento conservador del poder capitalista para neutralizar definitivamente al modernismo y alejar todo peligro de acciones transformadoras, de poner al poder a buen resguardo de tales amenazas. Me parece una proposición falsa y tramposa la de asociar las peores atrocidades políticas del siglo XX con el deseo de cambiar el mundo, ya que el correlato de la intencionalidad aleccionadora de tal afirmación es alevoso: “por consiguiente no desees cambiar nada, sométete a todo lo que caiga sobre ti y vuélvete conservador”. ¡Lo único que falta es que culpen a los hippies de las deudas impagables del tercer mundo!
Asociar al deseo de cambio radical con la emergencia de las peores dictaduras es una operación de sentido espuria, que sobrevuela la verdad en algunos de sus flancos instrumentales pero no nos dice toda la verdad. En las dictaduras mesiánicas la idea primordial era la de alcanzar el control absoluto de la realidad, el dominio absoluto de personas y cosas, y puede que haya estado presente la idea de hacer tabula rasa como un modo de alcanzar una expresión de ese dominio de máxima perfección y pureza, pero se trata de una idea con una connotación evidentemente instrumental a esos fines por lo que debiera omitirse ligarla irremediablemente a ellos, desconociendo que existen otros idearios opuestos para los cuales el establecimiento de unos cambios tan radicales -que impliquen de hecho un nuevo comienzo- constituye un instrumento viable.
Las peores dictaduras tuvieron como fines la expansión más perfecta de esos ideales de poder y de dominación territorial infinitas, ideales consecuentes de una forma de entender el mundo, que es precisamente contra lo que muchos otros ideales de cambios han luchado. El truco de esta asociación falsa entre voluntad de cambio y de dominio es pretender establecer que el único modo de plasmar transformaciones sociales profundas sería mediante dictaduras o aplicando instrumentos de tormento políticos, y que si queremos evitar esos flagelos no nos queda otro remedio que someternos a lo que hay. Siguiendo esta línea tan mercantilmente manipuladora de razonamiento, la idea de terminar con el hambre en África por ejemplo o de salvar al ambiente terrícola del aniquilamiento –por citar dos ejemplos elementales- serían propuestas desechables por fascistas y mesiánicas, unos desubicados intentos contra natura que no nos pueden proporcionar otra cosa que unas trágicas consecuencias.
Es cierto que muchas veces los mejores intencionados delirios de cambios absolutos y radicales son enemigos de los logros más modestos y concretos; que los sueños de los grandes palacios de bienestar truncan a veces la solidez incipiente y necesaria de una cobertura vital de ladrillos bien amalgamados, pero de ahí a comprar la marketinera lección que quieren vender los conservadores hay demasiada distancia. También comparto algunas de las críticas a las propuestas del modernismo progresista, sus excesos estéticos que desconocieron las posibilidades reales de una sociedad de absorber transformaciones y confiaron demasiado en un determinismo concentrado, pero el postmodernismo fue más allá de la crítica y concretó en términos de discurso la destrucción de aquellos tesoros que la modernidad poseía: su esencia inconformista y transformadora, su capacidad para ser desafiante a toda fuerza establecida mediante la activación constante de la generación de utopías deseables.
Para el orden conservador, en su era actual caracterizada por la mayor sofisticación táctica jamás conocida, lo conveniente es desalentar desde el discurso toda necesidad y deseo de nuevos comienzos que pudieran poner en peligro su situación de apogeo en el máximo beneficio. Creo que es esto es algo obvio de toda obviedad y por ello nos tratarán de convencer de cualquier modo que pretender cambiar las cosas desde la raíz trae aparejada la peor de las calamidades autoritarias. A esta altura me parece que el mayor éxito conservador del siglo pasado ha sido ése, la tremebunda ironía final de lograr convencer a sus enemigos de que ser conservador es progresista y que todas esas ideas raras de cambio -como imaginar un límite a la acumulación de capitales o pretender redistribuir las riquezas- son fascistas.
Ah, incluso no falta mucho para que se declare que la alfabetización es un acto de fascismo cultural.
2 comentarios:
¿Cómo? ¿no es un acto de fascismo andar alfabetizando? Que joda, amigo, i aora ke asemo?
Un abrazo
total, que es eso de andar leyendo, pa que sirve?
un abrazo, maestro del muñeco
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