Siempre que llueve, el olor alimenta la tumba del espejo exterior y la deja enflorecida. Pero la tinta horizontal se desliza amable en todas las direcciones, sometida a su debilidad de cumbre perecedera, refugio superpoblado de clientes.
Su infausta facilidad material la ensombrece sin remedio. Carga la leporina sonrisa del verdugo.
La belleza es el apetito descongelado, el ácido que fagocita superficies y se vuelve tolerable con la anestesia umbilical del alumbramiento.
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