El presente texto que ahora el lector ya puede disfrutar en su pantalla, ha dormido desde el momento en el que fue escrito -sábado pasado por la noche- acosado por la peor pesadilla que puede sucederle: la autocensura. No debida a miedos físicos y si a los riesgos éticos de las revelaciones personales que pueden herir susceptibilidades. Porque lo dicho bajo influjo de una mesa de vino, pizza y cerveza para quién esto escribe pierde su secularidad pública y se dota de una condición de orden confesional que lo reviste éticamente con los atributos del secreto.
La noche es dueña de su propia consagración, ¡que impresionante su poder de fuego fácil! Uno circula en las horas previas como actuando una indiferencia forzada, una pretensión de no rendirse ante la atracción desautorizada. Nos educaron para que nada de los Otros nos importe más que cualquier otra de las prescindibles opciones de entretenimiento. La grupalidad es un monstruo temido y desvalorizado, que asusta e inhibe, pero que también goza de la inmerecida fama de devaluarnos.
Por eso, a poco de salir decididos a jugar su escena somos irrumpidos por súbitas ironías que plantan advertencias en el camino. Antiguas timidices recurrentes que se auto convocan y nos cortan la ruta directa e ingenua al objetivo; aquella que aprendimos a transitar en horas de la “casera bohemia” como decían Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut en un libro de fines de los setenta. La moral del terror defensivo indica que nada que implique la cortesía de una fugaz dependencia mutua puede ser exclusivo; la presión por preservar la adulta fortaleza individual hace tambalear nuestras groseras decisiones, como si en la filigrana permisiva de la risa y el afecto derrochables se temiera estar mordiendo anzuelos. O estar pagando confusas deudas de adolescencia sensible con nuestras reservas.
Pero todo eso en algunos casos no alcanza a apagar la mecha encendida. Y uno se sirve directo de las jarras del deseo lábil y esponjoso, y hasta es capaz de exponerse encabezando una caminata hacia el acto. Y hasta no se avergüenza de llevar pancartas, va y ejecuta el agrupamiento a sangre fría, pergeñando una interacción estructuralmente basada en la pura floración de emisiones.
No pasamos, fuimos.
No vimos la luz, la encendimos.
Y nos subimos a un tren travieso y embriagador, que se sabe hacer pasar por barco y avión sin demasiado esfuerzo, y que patina por la sencilla potencia de aprovechar los excelsos instintos de la seducción; de estómagos y glándulas francos, de ojos y sonrisas, de curvas y tersuras, portando solamente un equipaje descartable que no dudaremos en tirar toda vez que alguna ilusión desmedida nos prometa librarnos del regreso.