La palabra cumpleaños es un humillante vulgarismo para denegar la autorización de celebrar la propia Navidad, el aniversario de nuestro nacimiento. Tal vez considerado un hecho menor, nadie pensó que el nacimiento de cada individuo fuera suficiente razón para celebrar. Y visto que ni siquiera nos dejan faltar al trabajo para festejarlo, se nota que la intención fue que nos sirviera de espejo para observar la prolija dimensión de nuestra insignificancia. Y no conozco sindicato alguno que haya solicitado la conquista social del feriado por cumpleaños; sólo lo han obtenido algunos próceres mucho después de muertos, por lo que ni siquiera lo pudieron disfrutar. Hubiera sido mejor casi se le asignaran otros nombres un tanto más marketineros: “celebración del día del parido”, “onomástico individual”, o bien un slogan tanque como éste: “de las piernas abiertas venimos y hacia las piernas abiertas vamos”.
Mas allá de los datos de la evolución física, recuerdo que hace unos años, a poco de cumplir “los” cuarenta, casi sin proponérmelo, busqué una fecha cualquiera y organicé un seminario sobre mi mismo, unas jornadas acerca de lo profundo que me animaba; una mesa redonda donde fueron invitados mis propios fantasmas de succión, mis escribanos generales de gobierno y mis edecanes navales. Seguía entonces sin encontrar el rumbo de mi refinada energía -noble como la de cualquiera-, demasiado atrapada en la red doméstica para ser caótica, y demasiado espesa y ácida para guardarse en un frasco de delgado pvc en la alacena. Aunque a veces encontrara la receta de como pasar los días disfrutando en buena parte del hecho de vivir, -pura capacidad innata para la extracción de jugos- se acercaba una amenaza para mí, de la que siempre era capaz de huir entre indolencias.
La conclusión de aquellos significativos eventos, donde se iban a establecer los estatutos intelectuales que determinarían el destino de la república de mi mismo, es que se me otorgaba un plazo, expirado el cual me vería coaccionado a beberme la cicuta de una decisión. O abandonar para siempre todo fulgor de esperanza de estruendosa ignición para dejarme adormecer en las siempre infortunadas ocupaciones de la lucha trivial por la supervivencia. O lanzar quizá entre calambres del hambre y fatiga de las aspiraciones, el último puntapié inicial al atrevimiento indisimulado, el desplume final de toda la carga de engrudo alcohólico que quedara en las bodegas del alma mayor. Sería un postrer gesto de rebeldía contra mi indecisión…
Negarme a colgar las pelotas del palo mayor de la nave del olvido
Zarpar con la Pinta, La Niña y la Santa María
Y el arca de Noel, helado, heladoooo….
Hay paliito, tacita, bombón heladooooo
Noel heladoooos…
Una ventosa curativa en la espalda de mi adormilado conformismo fáctico, una granada al dique de contención de todos mis sesos líquidos. La rotura de los ligamentos cruzados de esa flexible contradicción: enjundia de las ideas y flaqueza de espíritu de los emprendimientos.
Mi madre me parió un 30 de abril
a la hora en la que no casualmente
siempre me gustó acostarme:
las tres de la mañana.
las tres de la mañana.