El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

febrero 16, 2011

Peronismo y fascismo


Este editorial publicado en La Nación despertó mucha polémica.

Voy a dejar para analizar en profundidad en otro momento el tema del modelo sindical del peronismo, tal vez donde su semejanza respecto del fascismo italiano se haga más evidente. Que hoy día todavía se discutan temas como el reconocimiento de la personería de un gremio de minorías habla de un territorio donde los conceptos de pluralismo y democracia no están del todo claros.

Una cosa es el viejo análisis frio histórico de los componentes fascistas del peronismo en el cual se contraponen diferentes interpretaciones desde la derecha y la izquierda. Desde los europeístas que veían en el peronismo una versión latinoamericana del fascismo, necesariamente reaccionario, y otras que lo rescataban por izquierda desde otra lectura que supera la mochila europea. (En este post desarrollé en parte este tema) Pero es preciso entender en qué contexto se presentan posturas como la que aparece en el editorial de La Nación.

La estrategia argumental de las derechas se dirige a que cualquier tipo de gestión de cambio real que implique algún contenido “de izquierdas” –es decir que involucre el ejercicio algún de poder contra la hegemonía tácita y absoluta del Poder- sea acusada de fascista. Tal es el sofisma liberal preferido a través de la dominación de ambas partes del escenario a través de su cooptación del “progresismo” como única izquierda posible. Y digo mal “cooptación” porque ni siquiera se aplicaría ese término toda vez que el concepto nace desde el seno del liberalismo para reemplazar a la izquierda de poder, y por eso se ubica como la izquierda correcta, la que no pone en tela de juicio la condición absoluta del poder capitalista, la que aprendió la lección de obediencia de los mandatos de los mercados globales, sino que se concentra en publicitadas reivindicaciones de la vida privada, vaguedades globalistas y ecologistas, exotismos de derechos de minorías, permisivismos cínicos y exotismos varios, que dicho no sea de paso son totalmente compatibles con la sociedad del hiper-consumo donde no se cuestiona en lo más mínimo la brutal hegemonía del orden neoliberal y se tiene una visión negativa del estado como el único ogro represor indeseable.


El enemigo jurado de los conservadores ya no es la vieja izquierda ortodoxa –decadente en lo conceptual por su falta de renovación de pensamiento e insignificante gracias a su exiguo respaldo popular- ni el progresismo –al que podemos considerar cooptado cuando no nacido como satélite pseudo rebelde del mismo neoliberalismo- sino el populismo cuando se tiñe de cierta izquierda porque se ha comprobado en los hechos que es la única tendencia capaz de organizar cierta energía de adhesión popular en términos de un poder concreto de gestión, por eso se apela al recurso de acusarlo de inmediato de fascista, y a sus líderes de dictadores.


El mensaje que baja es ese: nada se puede cambiar y no se puede ir contra las tendencias establecidas, querer cambiar es fascista porque se supone que el único garantista del pluralismo y la tolerancia es el capitalismo neoliberal instalado, por lo tanto ir contra esa hegemonía es necesariamente fascista. Para tener una idea de este tipo de progresismo basta ver el esperpento en formato libro que publicara hace unos años el “lilito” Fernando Iglesias.


¿Acaso estoy asumiendo una toma de posición a favor del populismo? No, aún admitiendo que puedo llegar a escogerlo como opción coyuntural no me satisface como proyecto, solo que en este caso analizo los hechos de cara a las manipulaciones argumentales que emanan del seno de la ideología conservadora, tal como se pone en evidencia en este texto de La Nación.

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