El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

octubre 20, 2010

Francoforte


No puedo escribir sobre la feria de Frankfurt porque no estuve allí, pero transfiriendo la relación de pertenencia puedo hacerlo sobre las crónicas que la han pintado como una aldea en plena orgía fenicia, atiborrada de exhibicionismo mercantil como vereda de verdulería porteña en verano. La literatura es creativa hasta como forma de hacer negocios, porque ya petrificada la imposibilidad de hacerlo objetivable se lucha en un alucinante nivel de resignación a lo fortuito; todo es gelatinoso e intrigante a la hora de pergeñar pócimas heráldicas que redunden en nominaciones consagratorias. La ley del mercado está invertida; antes era primero vender para luego consagrar, ahora se requiere consagrar como requisito de cualquier ulterior posibilidad de comercio. La literatura adolece del vicio nefasto de impostar una culpa que no siente por la mundana vulgaridad de su industrialización. No quiere reconocer los condicionamientos inevitables que el fin comercial impone, aún cuando no asesine del todo al arte si es que el arte decide defenderse. No se asumen como mercaderes, no retozan indolentes en las sábanas de las candilejas, pero van como perro al hueso por las lisonjas que el mercado reserva a sus hijos legítimos.

Ante tanto texto destilado en fríos laboratorios de frontera maníaca, regados de sobreactuada impenetrabilidad, envasados en telas de suculenta trampa, es posible descubrir aún el ansiado portento de las alas libertarias. Frente a los que nos tiran en la cara el presuntuoso carromato de su ego envuelto para regalo, con sus dispositivos adoptivos que buscan endulzar los oídos de una crítica sorda, que se inmolan a palabrada batiente en nombre de la vulgar apetencia de exquisitez, que fatigan la suprema resucitación del saber con oscuros vanguardismos, todavía hallamos el pasmo morboso del orgullo clínico. La voracidad de la competencia es pertinaz tanto por las rupias contantes del show-business como por los oropeles palaciegos de la unción canónica. Se ven tantas aspiraciones aceleradas a escritor de culto -la conquista del-ser-de-culto como ser-en-el-inmundo- como a escritor estrella, que agotan el horizonte simbólico del lector, imposibilitado de resistir la desproporción en la que lo involucran muy contra su voluntad; el orden de sus sencillos ojos como botín de una guerra de abismos y encumbramientos terminales.

Hundirse en el calado de las esfinges súbditas. El arte, lo técnico, lo lúdico, lo que con-mueve aquello que sólo un par de veces por vida es posible mover. El testigo capaz de reconocer un cuerpo irreconocible, el leve cuchicheo que hace callar un alarido y la parquedad que hace del silencio un recital. Pero en el peso de las estructuras productivas está todo aquello que se reúne para empobrecer. Lo trivial y lo sorprendente, el clasicismo que siempre paga y la ruptura que promete pagar más aunque pueda no pagar nada. Los que sueñan con los dividendos que puede dar la sorpresa pero los deja insomnes la reflexión conservadora de sus riesgos. Profesando un intenso amor por la emboscada explosiva pero declinando por terror al desconcierto fatal.


La enésima repetición de lo conocido, recocido en su reconocimiento, supone ganada la primera y suficiente gran batalla del arte literario: el confort. Se trata de emboscar al lector para que acuda ilusionado a la cita de la frescura y sea bañado por un torrente de orín recalentado.

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