Al Calamar Andrés Calamaro -que se hace llamar Salmón renegando de la clara citación de su apellido italiano- le saltó toda la tinta térmica con el Twitter.
Más allá de las molestias del astro pop-rockero por cierto acoso ideológico que ha sufrido, abordar el mundo twittero promete al principio ser un campo experimental de la sentencia, la constante fluencia de una comunicación informativa que nunca se interrumpe y que a partir de la suelta descontrolada de la mano emisora puede alcanzar el temido hallazgo de alguna expresión de redonda filo o aquella típica y rendidora humorada de colección. Pero después de menos de veinte días de twittear no me puedo quitar algunas sensaciones que de tan claras ofenden a la duda: permanecer allí genera un cargo de conciencia de mal entretenido que abruma, se vuelve inexorable sentir que uno ha hecho uso de la opción por la pelotudez misma, y todo que lo uno escriba o lea parece viciado de una repugnante redundancia que no responde a otro mandato que cumplir con la obligación de tener que llenar los 140 cacarteres en blanco, que amenazan denunciarnos por invalidez si desobedecemos la actividad por más de un cuarto de hora.
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