El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

agosto 23, 2009

El infame encanto de opinar


Andaba un poco alejado de los enredos -por no decir puteríos- del mundillo literario. Pero aquel gelatinoso universo de estrellitas y estrellados siempre es fuente de jugosas polémicas y uno no es de madera, a veces siente que necesita alimentarse un poco. Tal es así que di con este episodio a través de El Fantasma y me dispuse a entrometerme sin medir las consecuencias.

Resulta que en torno a un comentario de Quintín en Perfil sobre el libro "Siete días en el mundo del arte" de Sarah Thornton se armó un revuelo bloguero considerable debido a unos juicios negativos emitidos por el susosicho respecto de la traducción y la traductora del libro, Laura Wittner. La reacción principal vino de parte del Club De Traductores, y fueron sucediéndose los posts que armaron un profuso debate.

Muchas veces me he referido a los insustanciales parloteos “literarios” de Quintín y su labor bloguera; el tipo es un comentador superficial, un degustador que comenta al pasar y tiene cierta manía por calificar todo lo que pasa por sus ojos. Como además colorea sus pareceres escritos con divagues, datos, citas y referencias inconsistentes pero abultadas -que conforma ese magma que para el vulgar público lector es señal de “inteligencia”- suele adjudicarse a sus escritos categorías de ensayo crítico y darse a su opinión una supuesta “influencia cultural”. Se trata de una fantasía a la que recurren los que no conocen la diferencia precisamente entre un trabajo crítico serio y un comentario de entrecasa.

Pero poner esto en evidencia no implica por añadidura simétrica ofrecer la aprobación al trasfondo que dejan lucir las opiniones reactivas que pretenden defender el trabajo de la traductora cuestionando el acto mismo del ejercicio de la opinión o el comentario crítico. Si ponemos aparte por un instante las calificaciones del circunstancial opinador veremos que el caso pone en evidencia cierta zona errónea del ejercicio público del libre pensamiento. Rescato la respuesta de la propia Wittner que me parece obra en sentido de ofrecer un argumento de contraste y ponerlo a disposición de quién quiera leerlo y compararlo con las afirmaciones de Quintín. Lo que no me gusta es la reacción de tipo corporativo que trasuntan algunos comentarios, el típico malestar apocalíptico que se produce cuando se opina negativamente de un trabajo que es ofrecido públicamente y es por lo tanto opinable.

Rige en apariencia un supuesto código cuya regla de oro establece una rara especie de censura: “se debe opinar a favor o no se debe opinar” Aparecerá en primera instancia el gran argumento: no se cuestiona el contenido crítico de la opinión pero si la ligereza metodológica con la que se la emite. A primera vista suena muy coherente, pero me temo que se trata de una excusa en busca de protegerse de las opiniones. Cuando se opina a favor, aunque sea algún breve fraseo elogioso ¿también se le exige al opinador seriedad en la investigación y rigor metodológico en el análisis? La reacción me parece desproporcionada; sólo aspira a no ser criticado aquel que se cree con más derechos que los demás y pretender estar protegido de toda opinión negativa de los demás es una actitud corporativa con reminiscencias fascistas.

Lo peor de todo es que se apele a la chicana de la victimización cuando se afirma que una opinión negativa pone en juego la suerte laboral de la persona criticada. Nadie debiera recibir este condicionamiento a su libre opinión, es una falacia afirmar que el que publica un comentario adverso se hace acreedor a la responsabilidad de poner en riesgo el trabajo del opinado. Por otra parte, si esto fuera así, implicaría elevar a los comentaristas dominicales –precisamente a quienes se pretende poner en evidencia por su ligereza de análisis- a la categoría de poderosos e influyentes manipuladores capaces de sacar del mercado editorial a una traductora por el solo hecho de decir que algo no les gustó. En el caso particular de Quintín está influencia –por suerte- estaría limitada a un minúsculo puñado de mentecatos adulones.


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