La producción ya había arreglado todos los detalles para que este breve encuentro tuviera el tono de una circuncisión cibernética. Álvaro se llamaba este amigo mío de temporaria ausencia que transportaba su cuerpo cosido a sus zapatos livianos. Tenía el color macilento típico del que acostumbra merendar en subterráneos y se come las propias horas de sus días bajo luces artificiales de oficina. Su perfume gestual era anodino, su mirada parecía estar alimentada de alguna napa profunda pero ya declinante, y su cara toda daba la impresión de ser la rueda que tritura todos los palos. Pero yo conocía mis riesgos; lo que termina pasando cuando uno acostumbra zurcir los adjetivos gastados para inventarles una nueva puesta de estreno. Estaba resignado a lucir mi piel recién lavada y planchada y denotar en la forma de masticar esa domesticidad grisácea de los mediodías domingueros. Mientras lo esperaba me puse a repasar algunas de las preguntas que me acosaban esa semana tan sólo por el azar de ¿Se puede escribir una vida vestido de impecable guardapolvo blanco, como un escolar o un médico recetador? ¿Será posible prescribir un milagro? ¿Será cierto que los adolescentes de ahora tienen tanto sexo? Recordaba mi fatigoso peregrinar de pubertad setentera en pos de la limosna de un beso, un terso muchachoide con acné. Me resistía a creer que fuera tan fácil ahora.
Álvaro llegó y apenas podía distinguirse entre la escenografía viva del bar donde cualquiera de sus nerviosos rincones aparecía más interesante que él. Tomamos un café y muy rápidamente quedó agotado todo aquello que se relacionaba a la verdadera razón del encuentro; justo yo necesitaba comprar algo de lo que él vendía; por lo tanto hablamos obviamente sobre precios y detalles de los productos. Llegaba el turno de las preguntas personales; me defendí primero de cualquier interpelación indeseable tomando la posta con un breve relato espontáneo de mi situación. En cuatro o cinco trazos dejé cubierto trabajo, familia e inquietudes existenciales. Como para no dejarle flanco por donde continuar lo hice de forma bien cerrada y muy rápido le cedí el espacio a él mediante un clásico ¿Y vos?
-Mirá…-respondió con ganas- en todo este tiempo que pasó y que no nos vimos pasaron muchas cosas, en realidad me pasaron muchas cosas a mí, internamente. No una cosa de afuera que irrumpe y te mueve todo, ninguna desgracia personal ni ninguna otra cuestión económica o afectiva; digo, ninguna separación, ni desengaño, ni pérdida. Fueron pequeñas cosas, pequeños movimientos extraños que yo percibía y quizá para los demás no significaban nada…pero que me iban costando por dentro, que se yo, me iban dañando en un punto difícil de definir pero que me hacía sentir cada vez peor…
A mi me costaba entender a la gente complicada; a los depresivos, los conflictivos, los renegados, los acosados por la necesidad de contar sus penas y grandezas. Porque todo aquel que te cuenta una pena casi siempre aprovecha y te cuenta como al pasar alguna grandeza oculta, hace propicia la ocasión para pasar un tímido y colateral aviso publicitario sobre alguna de sus ignoradas virtudes. En ese contexto de la confesión del fracaso, ninguna auto promoción puede sonar a jactancia. Pero sabía que escuchar tenía buena fama y por lo tanto me obligaba a tener que hacerlo. Quién no había oído alguna vez a alguien decir con enfático tono admirativo que “Me encantó Fulano porque es un tipo que sabe escuchar, cosa que es tan rara hoy en día”. Algún día alguien habría de decidirme y escribiría el decálogo del Buen Tipo, y entonces saber escuchar estaría seguramente entre las premisas fundamentales. Pero cuando uno escucha lamentablemente llega el momento en el que lo toca el turno de decir algo, porque al final se espera también, aunque parezca contradictorio, que el que escucha nos hable.
Las fórmulas convencionales son lo mejor en estos casos, puede que decir lo que dice todo el mundo sea una forma de no decir nada, pero evita riesgos y es suficiente, sobre todo eso, lo que se quiere es ante todo cumplir. Así fue que enderecé la cabeza y como concentrándose dije con voz reacomodada:
-Ah, claro, estuviste como se dice…deprimido…con un bajón anímico…pero no por nada en especial digamos…
Repetir lo que dice el otro en una especie de nueva versión pasada en limpio no significa aportarle algún consejo, interpretación o idea, pero en cierto contexto se puede entender como un grado básico de comprensión; informarle que uno lo entiende, que no es poco.
-Algo parecido...pero no exactamente…
Replicó él sin espera y manteniendo esa legítima dignidad que adquieren los que hablan desde alguna zona de su dolor.
-Bueno, todos pasamos por momentos malos…
Se daba cuenta que nada mejor se le ocurría y que todo lo que decía era de una inocuidad vergonzante. De todas maneras el clima del encuentro lo sentía en progreso hacia una zona fuera de peligro. Pero hubo un anexo al paso, algo que cambió por completo la situación. Marcó el momento con una mirada previa hacia el costado.
-Tuve dos intentos de suicidio…
Lo dijo casi como pidiendo una pausa, como dejando el lugar para un eco retardado, para marcar que por fin se trataba del nudo de la cuestión. Si antes las fórmulas de respuesta eran sencillas aquí temí por mi suerte. Se me resecó la garganta no por el impacto de su confesión que por otra parte siempre es previsible en un depresivo, sino por la desnudez ridícula que sentía en mi repertorio de réplicas posibles. Desandé la lectura de esa escena para volver a la detención improvisada de mi punto de partida. Tachar lo que no corresponde, un manto de sospecha, la revolución de la esperanza, otro ladrillo en la pared. Los bloques de palabras daban vueltas por mí y se me pegaban como si les brotara humedad. Me hurgaba las fosas nasales en busca de eucaliptus, pinos o lavandas. ¿Quién mide la distancia entre la vida vacía y la muerte plena? ¿Cómo se hace para no perder el deseo bajo la niebla de la resignación? ¿Por qué las llamas parecen limpiar más a fondo que las lágrimas? Una vez que levantaron la maleza del terreno, los nómades apoyaron sus pertenencias, y ni bien la noche de adueñó del espacio se recostaron sobre la hierba y miraron las estrellas.
Álvaro llegó y apenas podía distinguirse entre la escenografía viva del bar donde cualquiera de sus nerviosos rincones aparecía más interesante que él. Tomamos un café y muy rápidamente quedó agotado todo aquello que se relacionaba a la verdadera razón del encuentro; justo yo necesitaba comprar algo de lo que él vendía; por lo tanto hablamos obviamente sobre precios y detalles de los productos. Llegaba el turno de las preguntas personales; me defendí primero de cualquier interpelación indeseable tomando la posta con un breve relato espontáneo de mi situación. En cuatro o cinco trazos dejé cubierto trabajo, familia e inquietudes existenciales. Como para no dejarle flanco por donde continuar lo hice de forma bien cerrada y muy rápido le cedí el espacio a él mediante un clásico ¿Y vos?
-Mirá…-respondió con ganas- en todo este tiempo que pasó y que no nos vimos pasaron muchas cosas, en realidad me pasaron muchas cosas a mí, internamente. No una cosa de afuera que irrumpe y te mueve todo, ninguna desgracia personal ni ninguna otra cuestión económica o afectiva; digo, ninguna separación, ni desengaño, ni pérdida. Fueron pequeñas cosas, pequeños movimientos extraños que yo percibía y quizá para los demás no significaban nada…pero que me iban costando por dentro, que se yo, me iban dañando en un punto difícil de definir pero que me hacía sentir cada vez peor…
A mi me costaba entender a la gente complicada; a los depresivos, los conflictivos, los renegados, los acosados por la necesidad de contar sus penas y grandezas. Porque todo aquel que te cuenta una pena casi siempre aprovecha y te cuenta como al pasar alguna grandeza oculta, hace propicia la ocasión para pasar un tímido y colateral aviso publicitario sobre alguna de sus ignoradas virtudes. En ese contexto de la confesión del fracaso, ninguna auto promoción puede sonar a jactancia. Pero sabía que escuchar tenía buena fama y por lo tanto me obligaba a tener que hacerlo. Quién no había oído alguna vez a alguien decir con enfático tono admirativo que “Me encantó Fulano porque es un tipo que sabe escuchar, cosa que es tan rara hoy en día”. Algún día alguien habría de decidirme y escribiría el decálogo del Buen Tipo, y entonces saber escuchar estaría seguramente entre las premisas fundamentales. Pero cuando uno escucha lamentablemente llega el momento en el que lo toca el turno de decir algo, porque al final se espera también, aunque parezca contradictorio, que el que escucha nos hable.
Las fórmulas convencionales son lo mejor en estos casos, puede que decir lo que dice todo el mundo sea una forma de no decir nada, pero evita riesgos y es suficiente, sobre todo eso, lo que se quiere es ante todo cumplir. Así fue que enderecé la cabeza y como concentrándose dije con voz reacomodada:
-Ah, claro, estuviste como se dice…deprimido…con un bajón anímico…pero no por nada en especial digamos…
Repetir lo que dice el otro en una especie de nueva versión pasada en limpio no significa aportarle algún consejo, interpretación o idea, pero en cierto contexto se puede entender como un grado básico de comprensión; informarle que uno lo entiende, que no es poco.
-Algo parecido...pero no exactamente…
Replicó él sin espera y manteniendo esa legítima dignidad que adquieren los que hablan desde alguna zona de su dolor.
-Bueno, todos pasamos por momentos malos…
Se daba cuenta que nada mejor se le ocurría y que todo lo que decía era de una inocuidad vergonzante. De todas maneras el clima del encuentro lo sentía en progreso hacia una zona fuera de peligro. Pero hubo un anexo al paso, algo que cambió por completo la situación. Marcó el momento con una mirada previa hacia el costado.
-Tuve dos intentos de suicidio…
Lo dijo casi como pidiendo una pausa, como dejando el lugar para un eco retardado, para marcar que por fin se trataba del nudo de la cuestión. Si antes las fórmulas de respuesta eran sencillas aquí temí por mi suerte. Se me resecó la garganta no por el impacto de su confesión que por otra parte siempre es previsible en un depresivo, sino por la desnudez ridícula que sentía en mi repertorio de réplicas posibles. Desandé la lectura de esa escena para volver a la detención improvisada de mi punto de partida. Tachar lo que no corresponde, un manto de sospecha, la revolución de la esperanza, otro ladrillo en la pared. Los bloques de palabras daban vueltas por mí y se me pegaban como si les brotara humedad. Me hurgaba las fosas nasales en busca de eucaliptus, pinos o lavandas. ¿Quién mide la distancia entre la vida vacía y la muerte plena? ¿Cómo se hace para no perder el deseo bajo la niebla de la resignación? ¿Por qué las llamas parecen limpiar más a fondo que las lágrimas? Una vez que levantaron la maleza del terreno, los nómades apoyaron sus pertenencias, y ni bien la noche de adueñó del espacio se recostaron sobre la hierba y miraron las estrellas.
-Pero no me compadezcas…
Me dijo recuperando en ese instante una altivez inexplicable. Habilitó una renovación a mi silencio, un tiempo adicionado a mi desubicación. Las palabras se encadenaban ya como un líquido que acaba derramándose sin remedio.
-…porque también tuve dos intentos de homicidio…
Siempre pensé que si los que se autodestruyen invirtieran la ecuación este mundo ya nunca jamás sería como es. Pero son tantos más los que matan que los que se matan. Pagué los cafés y casi que corrí hasta la puerta de salida, como si escapara de un incendio y me puse a caminar con rumbo a perderme en las cercanías sin entender como hacen aquellos que disfrutan de escuchar a la gente.
1 comentario:
Me divertí, me identifiqué, lo disfruté...Lo de la "escuchada" me la suelo imponer también, y siempre digo que cuando la cosa me excede pongo el piloto automático y voy manoteando del anaquel mental frases del estilo "claaro...", "ah, por eso...", o bien "Ha visto...!". Pero no puedo negar que más de una vez el hablador se me ha quedado mirando porque, por esas casualidades, de pronto tales exclamaciones no se adaptaban a lo que me estaba contando, lo cual me ha obligado a caer estrepitosamente y retomar en forma desesperada el hilo de la escucha, zafando con algún comentario del tipo "disculpame, pero hoy me pasó de todo y estoy con media neurona y dormida...¿que te propuso qué cosa..."?!..etc..."
Ahora, he descubierto que cuando una pesada conocida nos somete al relato de alguna desgracia sentimental (las pesadas conocidas solamente tiene desgracias sentimentales), y ponemos el piloto, hay una frase que siempre se acomoda, sea lo que sea lo que nos esté contando, y es: "Y, claro, no te valoran..."
El "no te valoran" (en tono mezcla de resignación e impotencia) se puede repetir varias veces, es adaptativo y el interlocutor/a nunca lo contradice.
Una sugerencia, Tino. Pruebe.
Publicar un comentario