El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

julio 17, 2006

La credulidad del lector


La falsificación es el estado natural de la expresión humana. Llamarle impostor a un artista es una tautología que contradice el más mínimo sentido común. Toda emisión creativa de un artista es una falsedad en tanto la primera instancia a la que apela es la posibilidad del lenguaje de simular la realidad, representarla y transformarla. La falsedad como representación es el átomo de la creación.

La literatura es la peor de todas las artes en ese sentido, no sólo toma a la falsedad totalmente en serio sino que la transforma en uno de sus ejes centrales, en una de sus más respetadas configuraciones que es la ficción. Esta juega con el sentido mismo de la trampa y requiere un positivo compromiso de más allá de una mera percepción formal. Y es un juego consentido y consensuado; por un lado la realidad, la verdad y la mentira, por el otro el simulacro y la verosimilitud. La capacidad de ficción del lector es la clave de la existencia de las obras. Si el lector fuera incapaz de fabricarse la verosimilitud y jugar a creer no existiría la literatura. Ignoro si desde la psicología se han investigado lo suficiente los mecanismos de esta capacidad humana tan distintiva que es la de creerse por determinados lapsos historias aún sabiendo que no son ciertas; de someterse a ese ejercicio de escape, imaginación y retorno. Curioso desdoblamiento que la infinita mayoría de los seres humanos manejan con una facilidad asombrosa.

La ficción es una impostura acordada, consensuada, que promueve una invocación a la complicidad necesaria y llama a un doble requerimiento: requiere de un proceso de interpretación y requiere un proceso de darse fe emocional a lo leído. Y no hablo de creer en el sentido de hacerse a la idea de que lo que se describe en una novela o un cuento ha ocurrido antes en realidad, sino del sencillo pero fundamental acto de “creimiento” imaginario que el lector se predispone a experimentar en base al texto, condición necesaria para que le produzca algún efecto de tipo existencial, emocional y estético. ¿Pudiera uno como lector acaso emocionarse o conmoverse sin aportar esa propia y esencial capacidad de dejarse vulnerar por la mentira? ¿Se puede gozar sin recrearnos al menos un mínimo de verosimilitud aunque sea dentro de la configuración de la más arbitraria fantasía? En esta capacidad temporaria de ficcionar del lector, en su “credulidad” evocativa y constructiva está la clave de la consumación del acto literario. Lo más importante de todo es que la falsificación sea creída, que la crean sabiendo que es mentira. Por eso es tan importante el compromiso del lector que va a buscar creerse aquello que se le propone se crea para luego dejar de creerlo.

En el relato, la crónica, el ensayo o la biografía la falsificación puede que siga existiendo pero ya bajo un marco de clandestinidad, ya que se rompe el contrato básico entre un lector que informado de antemano de la falsedad asume creerla como ejercicio estético. En estos géneros se rompe la impostura acordada y se instala una confianza documental invocada desde el propio autor que el lector recibe como tal. La verosimilitud que se gana a fuerza de una prometida fidelidad documental es incomparablemente menos seductora que la otra. Dar crédito a una ficción con nuestra mente y nuestra piel es como aceptar oír el canto de las sirenas homéricas entusiastas y confiados. Avisados estamos de sus engaños pero no somos Ulises que se atará al palo mayor para evitar su influjo; asumimos los riesgos de estrellar nuestra embarcación y quedarnos a merced de ser devorados. Pero a menudo el canto fracasa y nos devuelve sanos y salvos con la frustración de una falsa promesa de daños a cuestas.


En el campo de la actuación teatral se suele decir que estamos ante un mal actor cuando nos damos cuenta de que está actuando, que está fingiendo. Pues bien, en el campo de la literatura se podría decir que estamos ante un mal escritor cuando al leerlo nos damos cuenta que está escribiendo.

La serena de la mar
Es una moza gallarda
Que por una maldición
La tiene Dios en el agua.


Este artículo fue publicado en la revista “El Alcornoque” en febrero de 2003 con motivo de celebrarse el décimo aniversario de la creación de la boite “Duiulobmy Beibe”.

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