El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

noviembre 04, 2010

La impura ferocidad de lo posible


La realidad política, de una innegable naturaleza relativa, nos remite a ponderar sus acciones siempre en el contexto de las relaciones de fuerzas imperantes. Néstor Kirchner fue un político que aún lleno de imperfecciones en la instrumentación e insuficiencias en el concepto, gobernó marchando contra la dirección de los habitualmente indesafiables vientos del poder establecido y logró dar algunos pasos firmes afrontando las consecuencias que trae hacerlo y evitando ceder a la tentación de todo el placer estelar que se ofrece a quién claudica.

Para evaluar gestiones políticas nada mejor que el puro instinto de confiar en la experiencia real. Ningún análisis reemplaza a la opinión que se conforma tras la acumulación de vivencias callejeras, laborales o vecinales. Pero como no todos los hechos pueden pasar por nuestro testimonio directo debemos entonces apelar a la interpretación. Buscando un indicador fiable que me liberara de las influencias de los mensajes manipulados, los sofismas estratégicos y las lecturas parciales que inundan la cotidianeidad desde todas partes, llegué a una conclusión sencilla, casi una verdad de Perogrullo: para saber cuán verdaderamente desafiante del Poder era una política bastaría con cotejar las reacciones de los que deberían estar lógicamente afectados. El principio de acción y reacción rige para la física pero luce de una elocuencia categórica en la política. La magnitud de la reacción permite despejar sin lugar a dudas la magnitud de la acción. Si el golpe ha tocado alguna fibra esencial del Poder pues habrá dolor y las reacciones defensivas y contraofensivas serán audibles. Siempre sus enemigos fueron a la vez sus grandes legitimadores, quiénes aportaron los mejores argumentos para calificar su gestión.


La muerte sigue siendo el mejor abogado defensor y el mejor agente de prensa.

Después de la muerte de Alfonsín reflexionaba sobre las reacciones instintivas de la sensibilidad humana ante la muerte que sigue siendo, para los personajes públicos, el mejor abogado defensor y el mejor agente de prensa. Se fuerza un juicio sumario del fallecido, despojado ya de su orgullo viviente, que suele mejora cualquier evaluación porque filtra los hechos jerarquizando las acciones con una claridad que súbitamente se ofrece, frente a la confusión que rondaba en el instante anterior. También pensaba que la sensibilidad humana lava culpas intentando hacer justicia, liberarse en el juicio de las vanidades y los odios. Frente a la muerte los pueblos suelen ser más justos, se dan un baño de equilibrio y hasta de sabiduría porque buscan expiar sus gruesos pecados de ingratitud e irracionalidad, sus orgías de mezquindad ética y la miseria emocional de sus interesadas lealtades. El alma popular, sabiéndose impetuosa en sus juicios, se reserva un margen para la culpa. Cualquier muerte genera culpa existencial, la culpa de seguir vivo, y una forma de lavarla en el acto mismo de la contrición es despejar cadenas de orgullo y bañarse de humildad para ser lo más justo posible en el juicio que tal vez repare el pasado dictamen de nuestra imperfección.

En el caso de Alfonsín se rescataba al Padre decente, al que se le perdonaban sus flaquezas en vista de reconocer su decencia y su fe escrupulosa en las formas del consenso. En el caso de Kirchner, por el contrario, se rescata al loco luchador, al combatiente apasionado que es capaz de desafiar la peor adversidad embistiendo con porfía y fiereza, sin medir ni los riesgos para su propia vida. Si Alfonsín era la templanza firme de la conducta cívica, Kirchner era la pólvora del atrevido que con vehemencia desafía los límites de lo posible. Pero referirse a la personalidad de Kirchner para quién no lo ha conocido es muy aventurado; sobre un personaje de su influencia política pesan descripciones deformadas tanto por el odio opositor como por el amor partidario. Por ello prefiero creer que su persona estaba en un lugar intermedio entre el infatigable pero despótico mandamás que pintaban sus detractores como del campechano comprensivo que refieren algunos de sus entrañables seguidores.


Construcción de poder, la sustentabilidad

“Sustentabilidad” es una palabra-concepto de moda en las ciencias ambientales y puede aplicarse en la política. La experiencia latinomericana de la última década pareciera revalidar la cualidad de los fuertes liderazgos personales como efectores de poder posible a través de los cuales poder articular políticas con un poco más de independencia de las grandes presiones internacionales. En el laboratorio de las ideas políticas, a menudo equipados con elementos conceptuales de ensayo traídos de Europa que no reconocen la realidad regional, no pareciera ser que sean necesarios liderazgos personales para conformar poder, toda vez que es evidente que las modalidades de tramas horizontales articulando consensos pueden funcionar. En sociedades tan inmaduras en lo político como complejas en la estructura de sus intereses económicos en pugna con variopintos problemas sociales, los esbozos equilibrados de gestión divisible tienden al fracaso. En parte porque la diversidad se vuelve caótica sin un centro al que reportar su energía. La concentración de poder político, siempre dentro de los límites de la institucionalidad democrática que ya implica un sabio grado de limitación, puede contribuir a la génesis de un proyecto sustentable frente al Poder real, por naturaleza más orgánico, sólo que debe cuidar de tener un amplio capital de adhesiones sino se reduce a un sectarismo que termina en debilidad. Los liderazgos fuertes y concentrados son tácticamente efectivos siempre que lo que concentran sea suficientemente denso y vasto como para volverlo potente; es decir, sirve ser el jefe capaz de obtener el apoyo de una gran red de equipos y actores sociales con cierta vida propia, y no el jefe de unos pocos que pretende que todos diluyan su identidad para incorporarse pasivamente a su control, suscribiendo su estrechez. Los liderazgos duros se califican por el vigor de la cantidad de actores y organizaciones liderados, y no sólo por la forma radial de ejercer el liderazgo.

Alguna vez mi sueño realista, muy lejos de mis sueños utópicos, siempre fue que se ofreciera a la sociedad al menos un proyecto sustentado por un red tridimensional de participación, no una “alianza” de partidos políticos sino una trama de nuevo cuño formal que vertebrara diferentes actores políticos en diferentes canales de participación nucleados por coincidencias doctrinarias básicas, pero que en el todo se encarnaran en una fuerza política concreta y pragmática capaz de definir un rumbo. Pero hay una lógica del poder, y como ya señaló Foucault, es posible aplicar a la máxima de Von Clausewitz su inversión; si “la guerra es la continuación de la política por otros medios” pues habilita su reflejo y la política es la guerra por otros medios. No se puede enfrentar a un Poder que es la vez concentrado y articulado sin un liderazgo fuerte. Para construir un poder viable que se enfrente al Poder, no sirve la trama de minorías, los liderazgos potencian los componentes que lo apuntalan. Enfrentar a enemigos poderosos debilitado por fisuras internas es ofrecer la derrota con la menor de las resistencias. La excesiva fragmentación del poder -que implica multiplicar la participación en su armado y ejercicio en términos ideales tan cara a los valores libertarios- suele generar en la arena guerrera de la política un ostensible flanco de debilidad.

Me remontaré a aquellos rescoldos progresistas que en los 90 resistían las oleadas neoliberales que absorbían al propio peronismo impregnado de las ideas que había abrazado con la conducción de Menem. Y nombraré a un personaje hoy muy devaluado, casi oscurecido por el humo todavía ardiente del 2001, pero que en aquellos años llegó al menos embrionariamente a marcar una posibilidad de transformación. Aquella fue la trunca misión de Chacho Alvarez, siempre recordado por la enorme asimetría entre sus buenas intenciones y sus logros. Se buscaba, por aquel entonces, hallar una forma de salir del cerco de un peronismo que se había vuelto neoliberal en el contenido a la vez de arrastraba anquilosadas prácticas clientelares. Se discutía la opción de “ir por fuera” mediante el armado de una nueva fuerza que pudiera constituirse en real alternativa de poder frente a los que defendían “el entrismo”, la convicción de que los cambios podían llegar desde adentro de la arraigada estructura cuyo vigor era irreemplazable para construir gobernabilidad. Alvarez apostó al "ir por fuera", convencido que el nido de víboras peronistas eran imposible de transformar en una galante hostería de sano ambiente progre y buscó el armado de una fuerza capaz de gobernar articulando acuerdos programáticos con agrupaciones afines. La sustentación la confió a la organicidad de la UCR que aún maltrecha se suponía capaz de darle consistencia nacional a su nobel FREPASO, luego los hechos demostraron que la alquimia carecía por completo de fuerza y menos de afinidad.

Pasado el colapso de aquella experiencia que arrastró a toda la clase política a fines de 2001, Kirchner pergeñaba las posibilidades de su proyecto mientras Duhalde asumía la cruenta tarea de virar del desquiciado sistema de convertibilidad a uno “normal”, transición a todas luces traumática que obligó a una nueva cirugía sin anestesia. En los análisis de los partidarios kirchneristas siempre es ninguneada esta etapa por el repudio ideológico hacia la figura de Duhalde, pero no debiera omitirse que el político de Lomas de Zamora cumplió el papel de verdugo para amputar el miembro engangrenado de la convertibilidad y hacer parir un improvisado engendro que con desarrollos y modificaciones posteriores constituyó el embrión del modelo económico luego aplicado por Kirchner. Y la primera decisión clave del político santacruceño fue la obcecada convicción de creer posible reconstruir los ladrillos de una política pulverizada -incluso como clase- cocinando sus mismos escombros y utilizando el horno tradicional del peronismo. Sin romper con las estructuras tradicionales ni salirse del contenedor peronista, sino maniobrando dentro de él, fue tejiendo una ruda tela que le dio gobernabilidad a su gestión y le permitió lanzar las ideas rectoras de su proyecto. Este dato es el que marca la ligazón del proyecto kirchnerista a la “vieja política”, y define que por qué cuesta tanta imaginarlo superando este horizonte, elevándose hacia el territorio de nuevas estructuras.


Un gran batallador cultural

En los medios argentinos abundaron las columnas de opinión de intelectuales y periodistas que rescataron su figura y coincidieron en su mayoría en señalarle una serie de logros en lo político, ideológico, cultural y económico alcanzados a contramano de las recetas dominantes del poder. En mi caso puedo destacar una serie de pilares de su gestión con balance positivo, consignando también sus debilidades. La política de derechos humanos fue un claro primer estandarte; y si bien pudo haber pecado de una sobreactuación discursiva, el peso de los hechos concretos la valida. En el marco político-cultural recuperó la fe en una política que más allá de sus miserias puede de nuevo ser una herramienta de transformación de la vida de las personas, despertando el vigor de las vocaciones participativas que se manifiesta en el regreso de los jóvenes por ejemplo, hecho que a todos no deja de sorprender. Fue fundamental para superar el humor de resignación que impregnaba el ambiente social, donde los ideales de transformación equitativa estaban sepultados por una mezcla de calumnias e injurias que pesaban sobre ellos, y demostrar que las fronteras de lo posible se extendían bastante más allá de lo que nos decían los consejos interesados de los poderosos, disfrazando unos verdaderos cantos de agorería e imposibilidad como “diagnósticos realistas” fundados en inconmovibles sentencias técnicas. En la economía se desterró la figura noventera del Presidente de la Nación como gerente de los grupos concentrados que representaban al verdaderos Dios gobernante del Mercado, se restableció el sesgo industrialista aunque no haya alcanzado a delinearse como verdadero “modelo desarrollista” y se pudo renegociar la deuda y alcanzar un nivel significativo de independencia respecto de organismos financieros internacionales otrora invasivos. En materia de políticas activas hubo mucha disparidad a pesar que se intentó aplicar compensaciones sectoriales que mejoraran la rentabilidad de los diferentes sectores. En lo internacional apostó fuerte por la prioridad de las alianzas sudamericanas y supo las nuevas tendencias que mostraban a los procesos de Venezuela y Brasil como referentes. Lo social estuvo presente con intentos desparejos pero que sumaron logros como la ampliación de la base jubilatoria, la estatización de las AFJP y la Asignación Universal por hijo. En materia de calidad institucional aportó un plausible cambio en la Corte Suprema de Justicia, pero la sensación es que todavía falta mucho para que en los niveles intermedios esa “justicia” pueda superar una imagen de vicios histórico de su ineficiencia.

Y finalmente arribó a la que fue la madre de todas las batallas culturales, cuya importancia todavía no se pondera en su justa medida. En forma tardía, después de pasar por una provisoria amistad de conveniencia, enfrentó a los medios hegemónicos propiciando una nueva ley de medios audiovisuales. El dueño de editorial Perfil, Jorge Fontevecchia, consecuente propagador de una oposición mediática sensacionalista basada en facturarle al gobierno cualquier dato de la realidad real o virtual, fue el que más firmemente destacó la influencia de Kirchner en términos de lucha cultural. Y la batalla más importante tiene dos aspectos esenciales diferenciados. Uno es la naturalización en el imaginario social de algunos ideales igualitarios que pudieron instalarse en los confines de la “normalidad”. Y el otro es que se haya desarrollado la batalla precisamente en el decisivo campo mediático propiamente dicho, que es donde se construye –o se construía- los grandes relatos de la realidad que adoptan las mayorías y que aparecía siempre protegido tras una máscara del independentismo profesional. Y fue efectivo por estuvo a favor de una corriente mundial que aceleró su crecimiento en forma exponencial en el segundo lustro de la década; el surgimiento a través de la tecnología de internet de nuevas herramientas de expresión que hicieron estallar el mil pedazos el control corporativo de la difusión de ideas. La lucha intensificada por Kirchner, hecha quizá con mucho de tenacidad personal y no tanto de visión estratégica, afinó en consonancia con las nuevas tendencias que ya han transformado a los grandes medios del mundo, volviendo en crisis a los soportes gráficos y a los modos unilaterales de comunicación, reemplazados de a poco por una trama mucho más plural y heterogénea de intercambio horizontal de mensajes donde ya no se concibe la recepción cerrada de una opinión mediática instituida como Saber, sino que se debe incluir la necesaria visibilización de la reacción de los lectores expresada en forma de respuesta confrontativa. La credibilidad de los medios fue erosionada hasta ser puesta en crisis, en parte por esta ruptura del monopolio expresivo que obedece a una tendencia ecuménica y en parte por la exposición a la que se vieron obligados esos medios en términos de tener que asumir sin disimulo una defensa ostensible de sus intereses propios y representados.


Seremos un país pequeño si podemos enjuiciar a los viejos genocidas pero no podemos parar la impunidad represiva de una barra brava. La consigna “ni un paso atrás” merece apoyo en una coyuntura donde los enemigos del modelo querrán aprovechar cualquier acción efecto para abrir una grieta donde colar concesiones y retrocesos; pero debe estar acompañada de una entusiasta apuesta por los “pasos adelante”.


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