El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

octubre 14, 2010

El civilizador


El Nobel de literatura se lo han dado a Varguitas nomás. Lo hicieron. Estos desconcertantes cerdos glaciales de la Academia Sueca. El civilizador ha sido premiado. Años y años de lucha por ascender al olimpo de la europeización, por rendir las equivalencias coloniales que lo dignaran ciudadano del mundo en la metrópoli. Se trata de un gran narrador que nunca dejó de civilizar con su entretenida prosa, todo un gran mérito. Le agregó la cualidad de ser sociable, un empático de pundonorosa sonrisa entre apáticos. En su obra cundió empecinado el antagonismo entre cultura popular -baja, indígena, atrasada, irracional- y la cultura culta –europea, luminosa, racional, esperanzadora-. Sus ímpetus juveniles, que lo llevaron a desobedecer algunas leyes de buen comportamiento burgués en materia de devaneos amorosos, lo sindicaron en las huestes de la esperanza civilizatoria socialista. La conversión ulterior al liberalismo fue tan despiadada que lo conduje al ejercicio universal, con saña empedernida, del rol del gran artillero retórico latinoamericano para la causa del neoliberalismo en su cruzada por extirpar de las estructuras sociales la corrupción de ideas mal nacidas. En tales funciones no dudó en ultrajar toda honra de las ideas adversarias y predicó con frenesí que la única forma de expiar el pecado populista era alcanzar la purificación que sólo llega de un modo; abrazando fanáticamente las recetas ortodoxas.

Bajo su sólida pericia de contador de historias, siempre ambientadas bajo una mullida poltrona histórica regionalista, fue capaz de cosechar el mejor extracto de esa frescura tan singular que se obtiene de los exóticos paisajes latinoamericanos, y nunca detuvo un instante su destino de civilizar. Su experiencia tal vez le hizo leer lo peor del mundo según dos dimensiones, ambas contrarias a la libertad: las dictaduras de derecha, condenables por atrasadas, represivas, corruptas, injustas, sangrientas —“Conversación en la Catedral”, “La fiesta del Chivo”— y las intentonas revolucionarias o populistas, condenables por ingenuas, corruptas, casi como si se terminaran revelando iguales a las primeras. Pareciera que se fue convenciendo de la inocencia del poder económico: los flagelos totalitarios eran males de la incivilización, no del sistema económico injusto; los ricos y los pobres podían vivir en libertad, siempre que los primeros fueran evolucionado señores respetables capaces de no tentarse por excesos instintivos, y los segundos unos ubicados sufrientes, persuadidos de las ventajas de una ordenada sumisión. Por ello cuidó muy bien el balance: siempre que los dictadores de derecha aparecieran inviables y bestiales, los pretendientes de la transformación económica radical aparecerían anacrónicos, delirantes, mesiánicos, salvajes, risueños, tullidos o irracionales, en definitiva igualmente execrables. En “La guerra del fin del mundo” las aspiraciones contra-liberales se retratan coloridas para reducirse a regionalismo antropológico, versión exótica y anacrónica de la barbarie. Luego, en la poco atendida “Historia de Mayta”, bajo la forma de una indisimulada mixtura entre investigación biográfica y novela, rinde esos homenajes en clave despectiva y piadosa a las aspiraciones ingenuas del militante de izquierda revolucionaria; y lo hace puto con tal de despertar un poco más de compasión.

Quedará para los expertos la discusión estética, los méritos artísticos, las abalanzas y los pisotones, siempre inimputables dentro de un arte como la literatura que es insólitamente juzgado por un tribunal de pares hambrientos del mismo alimento. De mi parte he pasado buenos momentos leyendo al civilizador, por lo que espero que este premio, en sus horas creativas finales, lo intime a una saciedad reflexiva. Podrá, quién sabe, repasar a quién ha servido; si a bellos ideales o al enfermizo interés de personas concretas, nunca es tarde para civilizarse a uno mismo.

1 comentario:

Ana Lopez Acosta dijo...

Muy bueno.
Leí hace años a Vargas LLosa, más porque tengo la costumbre de leer todo lo que me pasa cerca, que porque me guste, no me gusta su estilo. Pero recuerdo algunos diálogos que subí hace un tiempo en un post, después de releer unos cuentos de "Los jefes" - y si mal no recuerdo Los Jefes corresponde a la época en donde todavía había atisbos de ese rebelde que mencionás en la entrada, son de antes del 60 - En "El hermano menor" hay un diálogo entre los hermanos Juan y David, inmediatamente después de haber dado Juan muerte a un indio que había atacado a puñetazos a su hermano y "supuestamente abusado" de la hermana. En ese diálogo Juan dice a David que volverá a la ciudad para vivir siempre ahí, no quiere saber del campo, David no comprende la conmoción de Juan al haber matado a otro hombre. "¿Te has olvidado del tipo de la cascada?"- dice Juan- "Si me quedo en la hacienda voy a terminar creyendo que es normal hacer cosas así. Iba a agregar como tu pero no se atrevió."
Al volver a leer esos cuentos, ese diálogo me pareció casi premonitorio de lo que luego sería el "vuelco" del Vargas Llosa rebelde al "neoliberal".

Por otro lado, personajes como Vargas Llosa me parecen - nos guste o no - carácterísticos de nuestra Latinoamérica. No olvidemos Tino que vivimos en un sitio del mundo en donde la violencia, el machismo, la corrupción, las dramáticas diferencias de clases que generan violencia marcan el tempo. Cosa que no está ni bien ni mal, me parece, es nuestra característica, como otras regiones tendrán otras.

Como vos, creo que nunca es tarde para civilizarse a uno mismo, porque en definitiva, leer a Vargas Llosa es absorber toda la violencia de latinoamérica aunque el autor se suponga ubicado en otro sitio, de allí no puede salir, es su paradigama.