A cuatro días de hundirme en la más inútil de las pasiones, me convenzo que la gran popularidad del fútbol por sobre los demás deportes se debe a que resulta el más parecido de todos a la vida real, y el menos parecido a las fábulas de la literatura épica popular. En fútbol casi nunca gana el que supone que debe ganar, ni el mejor, ni el más honesto, ni el que tiene más coraje. Y además, si algo tiene de particular el fútbol respecto de sus hermanos deportes es un reglamento concebido para premiar la defensa preventiva sobre el ataque temerario, la especulación sobre el ímpetu, la destrucción sobre la construcción, la fealdad sobre la belleza, la cautela sobre el atrevimiento; casi como si hubiera copiado los códigos de una realidad donde las epopeyas de los héroes son escasas y abunda la fortuna de los especuladores y el beneficio de los oportunistas. Unas historias donde los generosos líricos son derrotados y deben soportar la soberbia exhibicionista de los avaros triunfadores.
La trascendencia extradeportiva del evento devora cualquier permanencia dentro de su ámbito específico natural. Deja de ser un gran espectáculo y un gran negocio del fútbol, para ser un gran espectáculo y un gran negocio de toda la realidad, un magno evento a secas, trascendente de toda frontera o apartado. Si bien ya el fútbol es en si mismo un ámbito que puja por uno de los lugares de más trascendencia popular, el mundial liquida cualquier indiferencia general y lo proyecta a una universalidad apabullante. Los mundiales han ganado dimensión de hitos sociales, y el capital simbólico potenciado que se pone en juego a partir del resultado futbolístico de un breve torneo es de una arrasadora magnitud cósmica. El triunfalismo o el derrotismo derivados de un resultado puede trocar ánimos sociales de extremos depresivos a eufóricos, ayudar a sostener o voltear gobiernos y hasta puede transformar económicamente la suerte de un país.
Ese aura de estar ante unas consecuencias demasiado trascendentes por unos actos tan azarosos y sencillos como el rodar reglado de una pelota en un campo, barniza a todos los protagonistas de unas pulsiones psicológicas tremendas que se traducen tanto en impulsos épicos a la epopeya muscular como nervios y pánico. Esa brutal asimetría entre los anecdóticos, aleatorios y lúdicos límites de lo que sucede en el campo, y la explosiva trascendencia que se disparará a partir de ellos, condiciona el desarrollo normal de unos partidos de fútbol decisivos. Y así los bordes aleatorios ya implícitos en el juego se potencian aún más por el sistema de competencia que resulta ultra comprimido en su desarrollo por la obligación formal de contener en apenas un mes la participación de treinta y dos equipos.
¿Pero sería así nomás el fútbol un espejo de una inexorable realidad, tan sórdida y desilusionante? Eso no explicaría suficientemente su irresistible atracción. Hay una falla, un desliz, una excepción que confirma su regla. Precisamente la pasión del fútbol es la búsqueda esperanzada de que esa excepción aparezca. Una excepción justiciera o injusta que por un día cambie el orden todopoderoso de las cosas. En el fútbol, muy de tanto en tanto, los buenos les ganas a los malos, los pobres les ganan a los ricos y los valientes les ganas a los cobardes.
La trascendencia extradeportiva del evento devora cualquier permanencia dentro de su ámbito específico natural. Deja de ser un gran espectáculo y un gran negocio del fútbol, para ser un gran espectáculo y un gran negocio de toda la realidad, un magno evento a secas, trascendente de toda frontera o apartado. Si bien ya el fútbol es en si mismo un ámbito que puja por uno de los lugares de más trascendencia popular, el mundial liquida cualquier indiferencia general y lo proyecta a una universalidad apabullante. Los mundiales han ganado dimensión de hitos sociales, y el capital simbólico potenciado que se pone en juego a partir del resultado futbolístico de un breve torneo es de una arrasadora magnitud cósmica. El triunfalismo o el derrotismo derivados de un resultado puede trocar ánimos sociales de extremos depresivos a eufóricos, ayudar a sostener o voltear gobiernos y hasta puede transformar económicamente la suerte de un país.
Ese aura de estar ante unas consecuencias demasiado trascendentes por unos actos tan azarosos y sencillos como el rodar reglado de una pelota en un campo, barniza a todos los protagonistas de unas pulsiones psicológicas tremendas que se traducen tanto en impulsos épicos a la epopeya muscular como nervios y pánico. Esa brutal asimetría entre los anecdóticos, aleatorios y lúdicos límites de lo que sucede en el campo, y la explosiva trascendencia que se disparará a partir de ellos, condiciona el desarrollo normal de unos partidos de fútbol decisivos. Y así los bordes aleatorios ya implícitos en el juego se potencian aún más por el sistema de competencia que resulta ultra comprimido en su desarrollo por la obligación formal de contener en apenas un mes la participación de treinta y dos equipos.
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