El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

septiembre 07, 2008

De cartas abiertas y cerradas

Ricardo Forster entrega en Página 12 un nuevo artículo donde expone algo así como el estado de cosas de esa agrupación surgida durante el conflicto con el campo llamada “Carta Abierta”. Debo confesar que de la prosa de Forster me gustan sus aires marcusianos, su uso de palabras como “emancipación” por ejemplo que me recuerdan borrosas imágenes del humanismo socialista sesentista, pero hay algo que tiende siempre a ponerla al borde del Manifiesto Grandilocuente y resulta en cierra exageración altisonante, sobreactuada y autobombista. Más allá de discutir si fueron un grupo con genuina preocupación por la democracia ante la novedosa alianza regresiva aglomerada en torno a la rentística campera o sólo un puñado de empleados asustado ante la posible caída de su empleador, poner a Carta Abierta como una iluminada extravagancia es un poquito demasiado.

Para no exceder el marco acotado de una referencia, digamos que los intelectuales han tenido en la Argentina de las últimas décadas más bien nula participación política; tanto como ejecutores concretos en funciones gobernantes o como figuras constructoras de discurso y opinión. En parte porque no tuvieron suficiente peso frente a sus colegas extranjeros que dominaban el escenario, y en parte porque en general han preferido preservarse de estos riesgos de quedar pegados a los sucesivos y previsibles fracasos políticos y mantener una imagen ante un mercado cultural frívolo que los prefiere prescindentes y críticos antes que comprometidos.

En este texto está presente una vez más la melancolización que manifiestan como síntoma de una neurosis todavía no resuelta provocada por un hecho que los desestructuró bastante: que la derecha les robara el fetiche de la movilización callejera, la metodología catártico-revanchista preferida para sostenerse en el “reclamo”, el entretenimiento más venerado de su folklore populista. En lo conceptual queda expuesta una marcada contradicción entre el título y la aparente vocación integradora de la convocatoria cuando en los hechos se termina pareciendo a una Carta Cerrada, limitada al atrincheramiento de un grupúsculo de partidarios, y poco permeable a adhesiones dada la apabullante estrechez ideológico-social de su convocatoria.

Parece insistirse con el modelo peronoide del gran nacional-populismo racista, el “progresismo negro” contra la demonización de todo lo blanco que se cruce por delante y en primer lugar de la “clase media”, enemigo sobre el que ahora parece descargarse toda la animosidad acumulada. Lo llamativo es que estos impulsores son de clase media y pretenden ungirse en una conversión falsa e irracional en clase obrera morocha, para lo cual necesitan a cada rato exponer una especie de compromiso incondicional. La cuestión racista sobrevuela su discurso y parece el hilo que cierra sus costuras. Es que han construido casi un sofisma doctrinario que los ha convencido que ser pobre sin ser morocho es algo incompleto, una falla del sistema, y un estigma que todo blanco de clase media que quiera ser verdaderamente nacional y popular debe remediar haciendo una especie de expiación colorimétrica existencial, renunciando a sus orígenes étnicos para lavar su contaminación intrínseca: al intelectual “blanco” culposo de clase media le correspondería desclasarse ingenuamente en su afán redentor y hacerse la de Michael Jackson al revés para luego cambiar la cátedra de la facultad por una pala. Este “defecto por defecto” que trae buena parte de las propuestas que emanan del campo nacional y popular implican, por consiguiente, que no se juzga una doctrina política evaluando sus posturas frente a la propiedad de los medios de producción, al control de la economía, a la distribución del ingreso, a la participación en ese ingreso de los que menos tienen basado en una consideración social inclusiva libre de viejos prejuicios, a la recuperación de los valores de la solidaridad humana, a la superación de la cárcel axiológica del individualismo competitivo, sino en relación a cómo se declare siempre a favor de los “de abajo”, de los “morochos”, únicos destinatarios posibles de toda política.

También se insiste en desconocer la necesidad de incorporar al debate a una vasta clase media blanca, mestiza y pobre, de una representatividad demográfica crucial en cualquier proceso político, dueña de algunas buenas y otras putas costumbres, repleta tanto de mala información como de un considerable capital educativo improductivo y obsoleto, pobre de una pobreza real y funcional, aturdida entre lo que quiso ser y no pudo, educada para gerente mandante y sobreviviendo de empleada temporaria obediente entre deudas, humillaciones, estress y decadencia, violada a impuestazos regresivos, sin las ventajas de ser rica para cagarse en todo con billetes ni tampoco de ser marginal para no hacerse cargo de nada. Una clase que ve como la de Ingeniería en Corrupción Político-Económica es la carrera de mayor futuro para el ascenso social.

D´elía declara en la última reunión de Carta Abierta con la aprobación de varios intelectuales que “si no se restablece la alianza histórica entre los del medio y los de abajo va a ser muy difícil” al mismo tiempo que se denuncia al progresismo blanco” de esos sectores medios, introduciendo una tajante división racista. Pretender reestablecer una alianza histórica en esos términos de “integración” parece una broma de mal gusto.

Heredando su condición de tabú nacional, una vieja deuda intelectual de la sociología argentina, lo racial funciona como última ratio, es el exabrupto confesional de resolución simbólica de los acontecimientos en las horas críticas. Cuando no hay tenacidad indagadora y un compromiso intelectual para el análisis profundo en la búsqueda de respuestas, aparece la mágica explicación racial de los hechos, como un mito asequible. Argentina no se resigna a ser una sociedad inclusiva, y en las fantasías de solución aparece siempre desde todas las posiciones la exclusión liberadora. Funciona para el blanco en momentos de amenaza a su bolsillo cuando escupe desde sus vísceras “estos gobiernos para lo único que sirven es para darles cosas a los negros de mierda del conurbano y tenerlos de clientela”. “Cristina, dejá de gobernar para los negros” era la confesión extrema de una señora de Barrio Norte. Del otro lado se acude a la manipulación de descalificaciones que apuntan a excitar esa reserva visceral del odio del pobre en su connotación racial “que querés con el progresismo blanco, son progres de café, siempre van a estar en contra”.

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