El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

agosto 02, 2007

Criaturas de la tinta armada


Fascículo XXIII


“Cuando estudiaba periodismo siempre creí que hacer una nota cualquiera era la posibilidad de revolucionar el género. Resonaban en mi algunas definiciones académicas de esas que uno ama y recuerda sin explicación: “Todo acto cultural que se repite idéntico al anterior es una posibilidad fracasada de revolucionar el género al que ese acto pertenece”. La cuestión es que esta fue mi primera nota en serio. Ya recibido y tratando con un par de compañeros de encontrar algún trabajo, apareció uno con el dato de que conocía a alguien que se las rebuscaba haciendo notas free-lance a personajes famosos como escritores o músicos y luego las vendía a revistas. Esta es la mía dije y enseguida se me ocurrió quién era el famoso al que yo podía acceder con mayor facilidad para debutar. Claro que las razones de la conexión eran un tanto delicadas; el tipo que estaba en ese momento en pareja con mi madre tenía un hermano menor medio bohemio que era todo un personaje borderline de los arrabales culturales: había sido librero, director de teatro vocacional y ahora había recalado en no sé que secretaría de cultura municipal del gran Buenos Aires, aunque lo único que importaba a mis fines tenía que ver con su vida privada: se movía a un escritor famoso. Mi nuevo “padrastro” no podía negarme este favor, así que trasladó el pedido a su hermano y un buen día el escritor famoso decidió darle una nota a su “sobrinito” que luchaba por hacer sus primeros pasos en esto del periodismo.

Me recibió en el estudio de su casa de Barrio Norte. El tipo estaba cómodo, se dejaba invadir por mis preguntas sin reacciones inmediatas, les daba un tiempo de asimilación que para mí era toda una gentileza. Mirando justo detrás de su oreja izquierda aparecía en su biblioteca el lomo de las obras completas de Fichte. Lo llamativo era el perfume del lugar, o de él, quién sabe. Con todo el desparpajo de mis 22 años y tantas lecturas recién eructadas dando vueltas por mi cabeza recuerdo que me preparé un cuestionario tan digno de la Play-Boy Magazine como de la Le Monde Diplomatique.


-¿Un escritor es necesariamente un intelectual?

-Puede que todos los intelectuales usen la escritura como medio de expresión de su trabajo, pero por escritor entendemos más al novelista, cuentista o ensayista literario. No al filósofo, sociólogo, politicólogo, investigador o licenciado en cualquier arte o ciencia que puede ser un intelectual y publicar trabajos escritos.
No todos los escritores son artistas, algunos en efecto solo ejercen el oficio de escribir. No todos los escritores son pensadores ni intelectuales, ni todos los pensadores e intelectuales son escritores.


-¿Existe eso que algunos llaman “el oficio del escritor”?

-Cuando se habla así con orgullo y énfasis del “oficio del escritor” la sensación es que hay algo muy cercano que apesta. El arte no es trabajo y si es trabajo deja de ser arte. Eso no quiere decir que hacer arte no incluya muchas horas de desarrollo, paciencia y concentración, todas cualidades que se suelen asociar al trabajo, pero la clave está en cómo cada uno se enfrenta y vive la ejecución de esas tareas. Cuándo se hacen como rutina, como obligación, copiando las pautas impuestas por el mundo del trabajo productivo, enajenado y mercantil, ahí se pudre todo, ¿no?


-Difícil la relación entonces entre arte y trabajo

-Pero tampoco el arte es el lábil devenir de la holgazanería y la bohemia. Cualquier no-trabajo no es arte. La condición de vago, enfermedad social que varios padecemos en distintos grados y que en algunos casos preferimos ocultar, pertenece al sustrato de la impostación existencial del ser humano, una forma de relacionarse de sus propios modos de producción y consumo de energía corporal y mental con respecto a los del entorno. Las prácticas del arte suelen ser más amigables en la convivencia con estos comportamientos, pero no hay arte sin la sustancia al menos periódica de una pasión enfocada, de una temporada de enamoramiento con la concentración y el rigor. Lo que hace la diferencia es la motivación, en un caso el poder de la necesidad del cumplimiento social de pautas comerciales de producción, en el otro el impulso que dictan los propios deseos.


-¿Que opina sobre la autodisciplina en el arte?

-Rigor es la palabra clave y maldita en la cuestión de la productividad artística. No sé si es posible hablar de rigor sin un grado ostensible de crueldad hacia uno mismo. La falta de ternura ante las propias circunstancias del escape. El vago escapa del tiempo comprimido. El rigor en el arte se asocia al rostro duro, al ceño fruncido, a la autoexigencia, se desvanece la idea de un rigor impuesto desde una opresión autoritaria externa, es una idea abstracta que se materializa en la propia vocación del autor a cumplirla, la famosa -por lo falsa- auto disciplina. ¿Existe la autodisciplina? No, lo que existe es el hambre de no perder, el ardiente deseo de alcanzar un logro, la propia inconformidad frente a la vacuidad de lo producido que vemos delante. Nos podemos perdonar, pero a veces el ímpetu implacable ocupa todo el espacio de nuestro impulso, y nos resistimos a perdonarnos.

-Sabiendo que usted es un hombre de profundas convicciones de izquierda ¿Existe el sentimiento de culpa del “trabajador intelectual” frente al “trabajador manual o corporal”?

-¡Como si escribir no se hiciera con la mano también! – dice casi interrumpiendo mi pregunta y echando una carcajada- . No sé, tanta historia filomarxista alrededor de la clase obrera y tanta entronización del “trabajador” sudoroso que empuña una herramienta trajo aparejado esa abominable cosa de igualar simpáticamente a un intelectual a un albañil, tratando de mezclar arte y clasismo igualador del peor modo. La humildad del intelectual de igualarse a un despachador de carnes lo eximiría del pecado político de de creerse superior o de sus culpas burguesas por haber accedido a ese nivel cultural. De ahí deriva todo esa coqueteo misericordioso a la que se ven obligados algunos para sentirse políticamente correctos: “es un oficio más como cualquier otro” y otras insensateces por el estilo.

Yo creo que hay dos formas de fascismo que están dados por la supuesta superioridad y autoridad moral de la actividad física, del homo mechanicus. Los que empuñan las armas cuya proyección sería el militarismo y los que empuñan el martillo –cuya proyección podríamos llamar “obrerismo”. Ambas son la entronización de la razón de la fuerza, el desprecio por los matices creativos de la realidad. El rescate apreciado, sano y deseable de la dignidad de todo trabajador muta en una extraña derivación en la auto culpabilización del artista que necesita mimetizarse con él para poder sostener una postura. No hay arte sin un poco de elevada autoestima, racionalmente delirante, infantil e inútil. La llave que abre la puerta que permite escapar a la dictadura de la utilidad es hacer algo que se precie debidamente inútil en el campo donde la utilidad reina.

-Perdón, me olvidé, me podría dar su nombre verdadero, para lo nota

-¿Cómo? ¿No lo sabías? En un tiempo cuando estaban de modas los Bustos Domecq y otros subterfugios adopté el seudónimo por el que todos me conocen, pero mi nombre verdadero es Patricio Ferrer Deheza.

Anoté en mi libreta algo que no me atreví a publicar: Patricio Ferrer Deheza, el que piensa con el culo y caga con la cabeza

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