El cubo del pensamiento tiene las fronteras cerradas, es necesario practicar tajos en la niebla como enseñaban los herederos naturales del paraíso. Estrenar una flamante confusión productiva de los sentidos capaz de darnos un rol en la succión placentera, de franquearnos el acceso a la decorosa variedad. Todo se trata de una simple división entre bloquear y franquear, detener y soltar, dar paso al hielo para que se deprima, ahogar las llamas para que se vuelvan restos miserables, permitir que se manchen los silencios, obturar las capturas, destrabar las fugas, cortar por lo insano, acoplar por lo bello.
El tiempo nunca es indeciso en eso de andar hacia delante. La memoria es su heroica enemiga acérrima, lo asedia aunque sepa que se va a morir de impotencia. Hortelanos del siglo dieciséis agachados ante la tierra palmaria, con narices grotescas y manos callosas, romanos precristianos bebiendo excesivos de tinajas rebalsadas, mendigos sudamericanos del siglo veintiuno, cetrinos y calculadores conmutando todo desperdicio en vergel.
El tiempo premia a los que se adaptan a su gobierno. La caja negra de lo imborrable aumenta su valor cada día en que se acerca el vencimiento del temblor caliente. Paralelamente, la jaula dorada se agiganta y sus barrotes se hacen gruesas columnas descoloridas.
Opciones de canje, eso, la existencia no es otra cosa que opciones de canje, que hay miles, cientos, decenas pero en el definitivo pavor reductor de la decisión desaparecen hasta quedar dos, dos, excluyentes, incompatibles y enemigas. Porque una sola significa una insoportable asfixia compulsiva y cien un exceso impracticable de inútil libertad. O la diluyente trama de la soledad de los desiertos, aisladora y fecunda aún para la meditación del terror de la vida, pero agria en la despótica desmesura de su solemnidad. O la variopinta percusión de mensajes de los manoseos urbanos, deformes en su educación aventurera, en sus faros vulgares que nos apuntan endovenosos, pero hábil entrenadora para los exámenes de admisión a la fiesta de la supervivencia.
La salvedad es que siempre quedan tesoros indemnes, protegidos en su propia exposición, intangibles hasta para los más furiosos arrasadores. Son los manteles imantados de la infancia soñadora, esa niñez cruenta en su inconciencia pero multicolor en sus tatuajes eternos, multimillonaria de espejos, que alcanza como espectáculo central de cualquier eternidad. Si dejaran llevar esos recuerdos, la muerte sería una buena propuesta de vacaciones infinitas.
El tiempo nunca es indeciso en eso de andar hacia delante. La memoria es su heroica enemiga acérrima, lo asedia aunque sepa que se va a morir de impotencia. Hortelanos del siglo dieciséis agachados ante la tierra palmaria, con narices grotescas y manos callosas, romanos precristianos bebiendo excesivos de tinajas rebalsadas, mendigos sudamericanos del siglo veintiuno, cetrinos y calculadores conmutando todo desperdicio en vergel.
El tiempo premia a los que se adaptan a su gobierno. La caja negra de lo imborrable aumenta su valor cada día en que se acerca el vencimiento del temblor caliente. Paralelamente, la jaula dorada se agiganta y sus barrotes se hacen gruesas columnas descoloridas.
Opciones de canje, eso, la existencia no es otra cosa que opciones de canje, que hay miles, cientos, decenas pero en el definitivo pavor reductor de la decisión desaparecen hasta quedar dos, dos, excluyentes, incompatibles y enemigas. Porque una sola significa una insoportable asfixia compulsiva y cien un exceso impracticable de inútil libertad. O la diluyente trama de la soledad de los desiertos, aisladora y fecunda aún para la meditación del terror de la vida, pero agria en la despótica desmesura de su solemnidad. O la variopinta percusión de mensajes de los manoseos urbanos, deformes en su educación aventurera, en sus faros vulgares que nos apuntan endovenosos, pero hábil entrenadora para los exámenes de admisión a la fiesta de la supervivencia.
La salvedad es que siempre quedan tesoros indemnes, protegidos en su propia exposición, intangibles hasta para los más furiosos arrasadores. Son los manteles imantados de la infancia soñadora, esa niñez cruenta en su inconciencia pero multicolor en sus tatuajes eternos, multimillonaria de espejos, que alcanza como espectáculo central de cualquier eternidad. Si dejaran llevar esos recuerdos, la muerte sería una buena propuesta de vacaciones infinitas.
2 comentarios:
Hacía tiempo que no visitaba tu blog, hacía tiempo que no recordaba otros tiempos. Pero llegar aquí y volver a leerte precisamente hablando sobre él me dejó en la mente que los viejos amigos siguen existiendo, pese al tiempo. Y que se les echa de menos, pese a la misma vida.
Asi es Isabel, los amigos siempre estamos, solo basta convocarlos. Ojalá sigas dandote una vuelta por aqui, necesito el oxígeno de alguna voz amiga como la tuya. Adelante con tus cosas.
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