Muy interesante la nota a Beatriz Sarlo en Perfil del domingo 26-3-06 que se reproduce en Wimbledon, y donde entre otros se aborda el tema de los intelectuales y la política. Muchas de sus observaciones me parecen acertadas, máxime que en la primera etapa del gobierno de Alfonsín la influencia de ella y algunos de sus allegados sobre el núcleo del ex presidente radical fue bastante cercana y ello le ha permitido probablemente vivir una experiencia de primera mano en un submundo no fácil de penetrar. Lo que me provoca una mirada rara, tanto como para ponerme a escribir al respecto, es el tema de fascinación de los intelectuales por los políticos. Su observación es precisa, pero quiero sacarme de encima la inquietud que la proyección de su significado me genera.
Siento que hay algo de perversión ahí, al intelectual le encantaría influir, hacerle la cabeza al decisor político, más lleva grabada a fuego una especie de auto inhabilitación ante las cuestiones de gestión, un “yo no podría hacer esto”. Más que fascinarse con aquellas habilidades que supone carece, lo que está en juego es su deseo reprimido de formar parte ejecutiva del poder, y su dificultad para atreverse a creer que puede hacerlo.
Lo que resulta desagradable es ese aura de reconocimiento admirativo implícito al político como la “autoridad natural” en la materia de enfrentar la toma de decisiones. Puede funcionar análogamente a la fascinación que ejerce en el pusilánime físico, la intrepidez y el coraje casi perverso del ladrón. La fascinación del bueno por el malo, o más precisamente la del limpio que habita en la pulcritud de sus construcciones ideales frente al sucio que se revuelca en el estiércol de las imperiosas demandas de la realidad.
Por un lado hay un intelectual que asume la carencia de una facultad que quizá es cierto que no posee, pero a la vez, el error puede estar en proyectar ese saber en las prácticas de la clase política, a las que de este modo legitima como única idoneidad específica de la actividad, sin darse cuenta que tal vez se trata tan sólo de sus prácticas dominantes que no necesariamente representan la única forma eficaz de ejercerla. Si los políticos deciden cosas todo el tiempo sin el suficiente respaldo racional eso sea probablemente una anomalía instituida y no un modelo técnico de referencia. ¿Acaso habrá que creer que la única forma de hacer política es la que usan los políticos?
“La duda es una jactancia de los intelectuales” decía en 1987 en un rapto de reflexión filosófica el comando militar argentino Aldo Rico; lo militar posee una configuración análoga a lo político; en ambas esferas no se pueden posponer las decisiones ni tomarlas como producto de una meditación reflexiva, o de un análisis intelectual cuyo tiempo de elaboración pueda ser proporcional a sus dificultades. Casi siempre sucede lo contrario; las decisiones más complejas muchas veces son las que se deben tomar con los más cortos tiempos disponibles para su preparación. Esta línea parecería habilitar un tipo de registro donde los energúmenos de la política (y de la milicia) se regodean para justificar sus actos más aberrantes, más caprichosos, injustos o corruptos. Hallan un sustento que les permite tanto el rescate moral de su inmoralidad como el rescate técnico de sus torpezas e ineficiencias, en una pura referencia a una necesidad logística.
El problema es saber si la política se transformó en una actividad de decisiones azarosas, en la instantaneidad del puro instinto; no por necesidad sino porque está cooptada por políticos practicantes de este tipo de conductas que carecen de formación para algo diferente, que crecen y se desarrollan como la hierba de un putrefacto campo donde son plaga. Un modelo de toma de decisiones imperante que se establece a través de un flujo de impulsos sustentados por ese magma propio que fermenta en las catacumbas, los entornos y las trenzas del submundo político; infestado de personajes adictos al chimentos, las rabias, los recelos y el despliegue de los más bajos instintos de conservación.
Más allá de que la descripción que presenta al intelectual como un elemento incompatible con las “idoneidades” necesarias para el puesto en materia de habilidad decisoria resulta en algunos aspectos creíble y sustentada en la realidad, no se justifica su conciencia de discapacidad para intervenir en política. No todo es urgencia en política, e incluso no es la mejor forma de enfrentar lo urgente tener respuestas espasmódicas. Existe un amplio campo de decisiones donde es posible la planificación y la elaboración previa, y además esa intelectualización en el buen sentido permite desarrollar también mejores herramientas con las que afrontar la resolución de los asuntos emergentes imprevistos, aquellos que no permiten la más mínima morosidad en su definición. Por ello, de ninguna manera el intelectual debe considerar que su saber es insalvablemente incapaz de servir a las necesidades políticas. Creer en la teoría de que la única forma de resolver las cuestiones puntuales es actuar a imagen y semejanza de los políticos es una falacia que además tiene el nefasto efecto de contribuir a justificarlos como los únicos capaces de lidiar con esos asuntos. La subestimación de lo intelectual a expensas de la sobreestimación de las energías gerenciales, el instinto gestor y la "cintura política" como formas gobernantes, es lo que debiera abolirse para poder creer en una configuración más racional que si creo posible, y donde el intelectual podría tener un aporte eficaz.
La fascinación lamentablemente no es recíproca. El político tiene más bien desprecio, desconfianza, desdén y cierta intolerancia por el intelectual, lo considera un incapaz de entender la realidad, un cagatintas "respetable intelectualmente" que es lo mismo que decir un cuadro descartable en cuanto a tener en cuenta sus opiniones, a no ser en gruesas consignas orientadoras o declamatorias generalidades. La mayor parte de las veces que acude a él es para alquilar sus servicios de forma barata y rápida, tenerlo como un sirviente para escribir discursos cuando necesita dar cierto nivel a sus intervenciones en determinados lugares. El “intelectual influyente” es así uno de esos que se arrodilla y sobrelleva ese desprecio tratándose de ganar la confianza del político. No existe en la mayoría de los políticos un apoyo en el intelectual como coadyuvante protagónico en la formación de fundamentos a la toma de decisiones.
Siento que hay algo de perversión ahí, al intelectual le encantaría influir, hacerle la cabeza al decisor político, más lleva grabada a fuego una especie de auto inhabilitación ante las cuestiones de gestión, un “yo no podría hacer esto”. Más que fascinarse con aquellas habilidades que supone carece, lo que está en juego es su deseo reprimido de formar parte ejecutiva del poder, y su dificultad para atreverse a creer que puede hacerlo.
Lo que resulta desagradable es ese aura de reconocimiento admirativo implícito al político como la “autoridad natural” en la materia de enfrentar la toma de decisiones. Puede funcionar análogamente a la fascinación que ejerce en el pusilánime físico, la intrepidez y el coraje casi perverso del ladrón. La fascinación del bueno por el malo, o más precisamente la del limpio que habita en la pulcritud de sus construcciones ideales frente al sucio que se revuelca en el estiércol de las imperiosas demandas de la realidad.
Por un lado hay un intelectual que asume la carencia de una facultad que quizá es cierto que no posee, pero a la vez, el error puede estar en proyectar ese saber en las prácticas de la clase política, a las que de este modo legitima como única idoneidad específica de la actividad, sin darse cuenta que tal vez se trata tan sólo de sus prácticas dominantes que no necesariamente representan la única forma eficaz de ejercerla. Si los políticos deciden cosas todo el tiempo sin el suficiente respaldo racional eso sea probablemente una anomalía instituida y no un modelo técnico de referencia. ¿Acaso habrá que creer que la única forma de hacer política es la que usan los políticos?
“La duda es una jactancia de los intelectuales” decía en 1987 en un rapto de reflexión filosófica el comando militar argentino Aldo Rico; lo militar posee una configuración análoga a lo político; en ambas esferas no se pueden posponer las decisiones ni tomarlas como producto de una meditación reflexiva, o de un análisis intelectual cuyo tiempo de elaboración pueda ser proporcional a sus dificultades. Casi siempre sucede lo contrario; las decisiones más complejas muchas veces son las que se deben tomar con los más cortos tiempos disponibles para su preparación. Esta línea parecería habilitar un tipo de registro donde los energúmenos de la política (y de la milicia) se regodean para justificar sus actos más aberrantes, más caprichosos, injustos o corruptos. Hallan un sustento que les permite tanto el rescate moral de su inmoralidad como el rescate técnico de sus torpezas e ineficiencias, en una pura referencia a una necesidad logística.
El problema es saber si la política se transformó en una actividad de decisiones azarosas, en la instantaneidad del puro instinto; no por necesidad sino porque está cooptada por políticos practicantes de este tipo de conductas que carecen de formación para algo diferente, que crecen y se desarrollan como la hierba de un putrefacto campo donde son plaga. Un modelo de toma de decisiones imperante que se establece a través de un flujo de impulsos sustentados por ese magma propio que fermenta en las catacumbas, los entornos y las trenzas del submundo político; infestado de personajes adictos al chimentos, las rabias, los recelos y el despliegue de los más bajos instintos de conservación.
Más allá de que la descripción que presenta al intelectual como un elemento incompatible con las “idoneidades” necesarias para el puesto en materia de habilidad decisoria resulta en algunos aspectos creíble y sustentada en la realidad, no se justifica su conciencia de discapacidad para intervenir en política. No todo es urgencia en política, e incluso no es la mejor forma de enfrentar lo urgente tener respuestas espasmódicas. Existe un amplio campo de decisiones donde es posible la planificación y la elaboración previa, y además esa intelectualización en el buen sentido permite desarrollar también mejores herramientas con las que afrontar la resolución de los asuntos emergentes imprevistos, aquellos que no permiten la más mínima morosidad en su definición. Por ello, de ninguna manera el intelectual debe considerar que su saber es insalvablemente incapaz de servir a las necesidades políticas. Creer en la teoría de que la única forma de resolver las cuestiones puntuales es actuar a imagen y semejanza de los políticos es una falacia que además tiene el nefasto efecto de contribuir a justificarlos como los únicos capaces de lidiar con esos asuntos. La subestimación de lo intelectual a expensas de la sobreestimación de las energías gerenciales, el instinto gestor y la "cintura política" como formas gobernantes, es lo que debiera abolirse para poder creer en una configuración más racional que si creo posible, y donde el intelectual podría tener un aporte eficaz.
La fascinación lamentablemente no es recíproca. El político tiene más bien desprecio, desconfianza, desdén y cierta intolerancia por el intelectual, lo considera un incapaz de entender la realidad, un cagatintas "respetable intelectualmente" que es lo mismo que decir un cuadro descartable en cuanto a tener en cuenta sus opiniones, a no ser en gruesas consignas orientadoras o declamatorias generalidades. La mayor parte de las veces que acude a él es para alquilar sus servicios de forma barata y rápida, tenerlo como un sirviente para escribir discursos cuando necesita dar cierto nivel a sus intervenciones en determinados lugares. El “intelectual influyente” es así uno de esos que se arrodilla y sobrelleva ese desprecio tratándose de ganar la confianza del político. No existe en la mayoría de los políticos un apoyo en el intelectual como coadyuvante protagónico en la formación de fundamentos a la toma de decisiones.
Finalmente, para tratar de ser más prolijo, aclaro que el político al que me refiero aquí es el exitoso, aquel que logra los máximos niveles dirigenciales en su estructura y que accede a triunfos electivos, ya que en estas estructuras los políticos que mayor respeto dispensan a los intelectuales y que los toman en serio son los fracasados.
Señores intelectuales, la política es algo demasiado importante para dejar que la hagan solamente los políticos. Si los abogados, los médicos, los bodegueros y los corredores de lancha pudieron ¿por qué no ustedes?
Señores intelectuales, la política es algo demasiado importante para dejar que la hagan solamente los políticos. Si los abogados, los médicos, los bodegueros y los corredores de lancha pudieron ¿por qué no ustedes?
2 comentarios:
Luego de la barbarie militar, el problema de la intelectualidad argentina, para ponerlo en términos freudianos, es que no superó su etapa anal. Como si fuera poco, habría sumarle la vanalización menemista sobre las siguientes generaciones.
Por supuesto que siempre están las excepciones como David Viñas y Osvaldo Bayer.
Asi es Vadinho. Que se yo, el panorama entristece. De la etapa anal, al sentirse el hazme reir de la sociedad en los 90, los intentos por “aggiornarse”.
No se meten en politica porque no pueden ni quieren mezclarse con esa mierda, bien, pero mientras tanto la mierda es la única versión que tenemos que oir las 24 horas de todos los días po todas partes. El intelectual tiene cero influencia en la opinion publica, por ello es presicindible para ganar elecciones. En el progresismo no tenés un partido que los agrupe, que digo, ni en uno de los 800 atomos inservibles en los que está dividida la izquierda argentina creo que haya un intelectual al que le den bola realmente. Y fijate que hasta en la derecha se licuó la cosa, el Karl Popper de hoy que debatía con Adorno se redujo a la vulgata neo gestionaria donde Macri es un referente de nivel. Ah, y siempre hay una infaltable versión sobreviviente del "intelectual peroncho", ese que no resolvió todavía las contradicciones del 50, asi que mal le podemos pedir que resuelva las del 70 para acá.
En fin......
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