He notado que los jóvenes de la cultura –llamémosle así muy imperfectamente a los actores culturales que no han pasado los treinta y algunos años- portan en común cierta tendencia a denigrar los cuestionamientos y las dialécticas de los más grandes –digamos los que superaron la cuarentena-. Se muestran como que están de vuelta de algo o de todo, o que ya regresaron hace rato del ese lugar donde nosotros estamos y nos costó demasiados años llegar.
Una imputación conocida que nos hacen habitualmente es que discutimos cosas que ya pasaron. Que ponemos las discusiones en términos anticuados, apelando a fórmulas obsoletas o perimidas, que “ya fueron”, trátese de la ideología que se trate. Llevan incorporado a sus torrentes sanguíneos una extraña axiología a la que llamaría “pragmatismo rebelde” ya que por dentro dejar ver contradictorias características. La idea soberana es que lo que sirve es lo que está, lo que se ve, lo que ocupa los espacios, sin que quede viva ninguna gana de indagarlo y menos de contradecirlo. Cuestionar de raíz cualquier situación “de hecho” pareciera ser visto como una obtusa y anacrónica reminiscencia de moralina fascista. Existe como una especie de rechazo reflejo a oponerse a lo instituido, a lo que domina la escena, sea lo instituido del orden que sea.
Pero lo paradójico es que al mismo tiempo aumenta exponencialmente la cultura alternativa, los circuitos paralelos se multiplican y expanden, las oportunidades se diversifican; música, literatura, teatro, artes, espectáculos, gráficas y miles de expresiones híbridas e inclasificables -bajo la bomba de Internet- posibilitan un aumento exponencial de la difusión y la interacción de nuevos actores en tramas pequeñas. Y también aumentan las quejas; se expresan por doquier protestas y reclamos crispados, y se escribe básicamente con una actitud ácida, irónica y crítica ante el entorno. Pero la queja estruendosa por los efectos no es capaz de matar la grosera indiferencia por la suerte de las causas.
Son tiempos muy efectivos los actuales para creerse superado a poco de andar. Es que se ha gozado de la excelente aceleración que proporciona la etapa juvenil de la vida en el medio de una explosión informativa avasallante en su dimensión y escala. Es natural que siempre se vea atrasado a un mayor que muestra evidentes señales de los efectos de la decantación, y por qué no, de una formación menos volátil. Pero más allá de la asimetría de volúmenes de estímulos excitatorios, la inevitable etapa de meseta les llegará. Porque es efímero ese crecimiento intelectual vertiginoso que se puede experimentar de los 18 a los 30, donde por momentos la sensación que deja nuestra cabeza vibrante –con sus fibras explosivas en el punto de máxima respuesta- es la de una gracia devoradora de vastedades, que más que “quemar etapas” parece condensarlas en instantes, y asimilarlas como si entraran en caudalosas inyecciones endovenosas. Esa colosal aceleración se detiene y sobreviene una terca velocidad de crucero que a menudo nos invita a retroceder pero cuyos resultados, a pesar de ser más lentos y contradictorios, permiten el beneficio de unos cuantos descubrimientos sólidos.
Sin entrar a indagar seriamente en el origen, la figura docente del menemismo noventero cae irremediablemente en la red de cualquier asociación referencial. Creo que si por algo fue tan fuerte aquel "movimiento", fue que aparte del estado de gracia en el que puso a los viejos soñadores del liberalismo argentino -que encontraron de la noche a la mañana un apoteótico escenario jamás soñado-, subyugó de modo profundo a la oposición cultural, dentro de la cuál logró producir un profundo gesto de mimetización conceptual, para contribuir a la construcción de un verdadero “menemismo de izquierda”, o “menemismo in opposition”, tan engañoso y populista, tan liviano e inocuo, tan justificándose a si mismo. ¿Fue uno de los comienzos del apogeo de lo auto referencial? No lo se, pero creció voraz la idea de que el éxito se justifica a si mismo, con una incuestionabilidad natural que se instaló no ya como "valor", sino como comprobación empírica de la existencia misma. No es que la opción por la autosuficiencia del éxito en si mismo se planteara como conclusión de una discusión, sino precisamente a partir de abolirla –a la discusión-, de declararla inviable. Aceptar una situación sin discutirla, justificarla naturalmente mediante la apropiación automática de su discurso de presentación, o bien negar la discusión prejuzgando su improductividad. Absorber una idea, una situación de facto sin confrontarla ayuda a soportarla mejor, ayuda a vivir hacia adelante, a no detenerse. “Si te parás, fuiste.” Lamentablemente los que no pararon se fueron igual.
“Es lo que hay” para mi es la más tremebunda de las frases que se oyen, la más vencida, y la más trágicamente claudicante y colapsante. Una especie de “Por algo será” modelo siglo veintiuno. Y funciona bajo una muy argentina dualidad perversa: la de la moral social híbrida e interesada, que justifica y tolera la barbarie cuando perjudica a la sociedad pero no lo alcanza a él como individuo –“la sociedad” para el argentino son los demás, nunca es él-, y que reclama con discursos desgarrados por la civilización ausente toda vez que la barbarie lo hace su víctima ocasional.
Finalmente, no es que esa frase yo se la “adjudique” a los jóvenes, ya que su propagación y uso actualmente no reconoce limitaciones etarias; lo que tal vez haya visto en ellos sea nada más que su manifestación más impresionante.
1 comentario:
no es juventud, es ignorancia...
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