El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

diciembre 21, 2005

El día del narrador


Estas jóvenes y tostadas palabras vienen a cuento de una celebración que no ha ocurrido todavía, pero que ojalá sea instituida tan pronto como se pueda: la del día del narrador. No sería mala idea instaurarlo, ya que el llamado narrador o 'narreitor' es un destacable adjudicador de espacios y tiempos de más que respetable repercusión en la esfera de la cultura, también un mago eficaz que opera con la palabra pelada, sin esterilizar, un más que austero instrumental. Debiera honrarse su oficio de poder ser testigo de todo lo que le plazca, malversar la posición relativa de cualquier fondo y figura.

Narrar es robarse la posibilidad de ser un jodido autoritario de la falsificación. Todo narrador es sospechoso de perversión que duda cabe, de que otra forma explicar ese interés casi malsano por prestar atención a tantos detalles para contarlos como si hubieran existido. Fetichistas y necrofílicos seguramente pueblan esta fauna clave en la consistencia de la pasta circulatoria del sentido escrito. Tener entre las manos y los ojos un texto que sabemos pertenece a un narrador, es como abrir un envase tetra-brik de jugo de naranjas, confiamos en que el sabor y el color artificial de los colorantes y los venenos químicos presten una versión que al menos nos haga imaginar con alguna aproximación decente a la verdadera.

La sensación afiebrada comienza cuando nos rendimos y asumimos que realmente va a suceder el acto por el cual un narrador nos va a contar una historia. Y entender historias es todo un trabajo que uno no está siempre dispuesto a comenzar. “Déjame que te cuente limeño…” Primero nos vamos a tener que dejar contar, le vamos a dar un crédito a sola firma, nos vamos a poner abiertos de piernas sensoriales, listos para bebernos toda la acumulación de trampas corregidas. Y ‘contar’ es un vocablo macabro, tiene ese hedor opaco de la matemática doméstica, de la contaduría tributaria, de la contabilidad manuscrita. Un contador de historias. El contador es el que lleva los libros, anota y asienta, lleva registro. Un narrador también saca cuentas todo el tiempo, cuentas que no cierran y sangran todavía. Es un recaudador de detalles.

Un narrador es un farsante desprejuiciado. Algunos nacieron para escribir y otros para narrar. Contar, relatar o describir, es un grado mucho mayor de perversión que inventar o pensar por ejemplo. Exige una paciencia infinita, una alevosía prolongada, un goce sórdido en el silencio de la preparación minuciosa, una resistencia maratónica a la tentación de la eyaculación precoz de las situaciones. Todo narrador es cínico por naturaleza, no se avergüenza de sus oscuras intenciones, ni de sus inverosimilitudes, se agazapa en el regazo de su tortuosa especificidad, raspa en la entraña de su granulosa composición.

La primera obligación de un narrador es excitarnos. Si tras consumir su mercancía no nos queda al menos un delicado perfume de cualquier tipo de erección, pues que se vaya buscando otro trabajo. Pero la segunda obligación, más sofisticada y no menos eliminatoria, es mostrar una sólida cretinidad, una suficiente y capacitada disimulación de toda ingenuidad estructural que aleje la posibilidad de que le perdamos el respeto.


Las historias a veces se compran hechas, los narradores en muchos casos se parecen a los primitivos cazadores-recolectores, andan por ahí buscándolas ya preparadas o condensadas para que se puedan disolver en agua caliente y queden listas para servir. Desesperados, hurgan archivos, revuelven papeles, roban testimonios, llegan hasta pueblitos lejanos (y polvorientos) y hasta le pagan una fastuosa cena a algún pobre mendigo lugareño para que les cuente esa historia que ellos transformarán en novela, en una novela viciada de la más triste impuntualidad.

No me explico cual es la causa pero las novelas históricas, que en vez de usar la propia imaginación apelan a los archivos o a los recuerdos de los demás, violentan un poco mi tolerancia gástrica. En la última cena de mi reino literario ubicaría en lugar apartado de la mesa a los documentalistas y ficcionadores de historia. Hace unos días miraba en un canal de televisión una nota a Javier Sierra, un escritor español que fabrica novelas históricas casi al por mayor. Sentí náuseas. Los imagino hurgando en bibliotecas y dependencias húmedas, viajando a países exóticos para revolver documentos apolillados, pernoctando en oficinas ocultas para encontrar los secretos y los misterios atractivos que su imaginación no consigue crear. Los historiadores que novelan la historia y los novelistas que historian las novelas pronto van a lograr fusionar sus profesiones. Un combo humano morboso que luciendo anteojillos chupatínticos presume de ser el único coleccionista que posee esos secretos que nos faltan para completar el álbum. Se explica su brutal éxito por el sencillo hecho de que todos sabemos que vivimos entre mentiras, que la historia no es otra cosa que información heredada susceptible de haber sufrido manipulaciones.

Como no va a comprar estos libros la gente si en ellos está en juego nada y más y nada menos que la posibilidad de enterarse de que San Martín era en realidad un hijo de puta y no cruzó Los Andes o que Judas se culeaba a la mujer de Jesús.

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