La mirada argentina y latinoamericana
A los argentinos nos resulta difícil entender estos nacionalismos ya que somos una sociedad de escaso sentimiento de identificación nacional positiva. Más bien hacemos gala de una ambigua relación con la nacionalidad, que pasa del límite de una identificación súbita y pasional con la soberbia hegemónica -suele atacarnos ante determinadas circunstancias donde nos sentimos partícipes de una superioridad aplastante-, hasta la más habitual denigración que podemos vocalizar en coplas donde nos ponemos afuera de ”país de mierda”, verbalización que costaría imaginar ni siquiera en broma en boca de un francés, un alemán, un estadounidense o un brasileño. A nuestra condición fuertemente anacional se suma nuestra amalgama racial, somos un flujo inmigratorio en un momento dado de la ignición histórica de su explosiva y particular mezcla, y más allá de que no podemos negar que existen prejuicios de raza en determinados sectores de la población –tema bastante tabú que sabemos esconder bien- nos parece mayoritariamente ridícula la idea de una segmentación tipo “ghetto” por ejemplo en función de ese tipo de tensiones. Nuestro origen aporta bastante para que a una parte mayoritaria seguramente de nuestra población le parezca un acto natural el hecho de que cualquier inmigrante de cualquier parte del mundo se instale en nuestra sociedad como Pancho por su casa. Nuestro umbral de tolerancia a las mezcolanzas está en un punto infinitamente más alto que el europeo.
¿Podría establecerse como insinuaron algunos una analogía entre el fenómeno social de nuestras poblaciones pobres de conurbano bonaerense y el de los centros urbanos principales, con lo que sucede en los suburbios parisinos? Creo que no, porque la tan mentada integración es un tema que va más allá del tener un salario, una vivienda, un transporte o una comida diaria asegurada. Pasa en general en casi toda Latinoamérica, la población tiene su propia cultura, su sistema de entretenimiento y representación, sus circuitos de su música, sus ritos, sus bailes, sus punteros políticos, su carnaval, su fútbol, sus programas de TV, de radio, sus revistas, sus ídolos. Es protagonista, no se siente excluida del imaginario referencial colectivo, está reflejada en los medios, está contestada su llamada desde el marco de las superestructuras sociales referenciales.
Dicho en otras palabras, los marginales latinoamericanos son Latinoamérica, y se sienten lo que son. En París los africanos y asiáticos sienten que no son Europa, y les hacen sentir que no lo son. La marginalidad latinoamericana se manifiesta en lo económico social, a través de la experimentación de carencias y pesadillas materiales relativas de todo tipo: insuficiencias de nutrición, de empleo, de salud, de transporte, de vivienda, de posibilidades de progreso, etc., pero poseen algo que la mantiene viva y insertada en el sistema, su protagonismo superestructural. Puede que esté destruida en lo económico pero no está desintegrada en lo cultural como puede ser el caso de algunos procesos inmigratorios europeos como el francés. La cacareada integración no se logra con civismo libresco aprendido en liceos y universidades, ni menos que menos con instrucciones ideológicas moralizadoras, es un acto que proviene de la historia de “la carne y del espíritu” que en Latinoamérica se sustentó en la mixtura coital, la imbricación reproductiva de etnias, colores de piel y costumbres; no halla otra raíz que la pueda sustentar.
A los argentinos nos resulta difícil entender estos nacionalismos ya que somos una sociedad de escaso sentimiento de identificación nacional positiva. Más bien hacemos gala de una ambigua relación con la nacionalidad, que pasa del límite de una identificación súbita y pasional con la soberbia hegemónica -suele atacarnos ante determinadas circunstancias donde nos sentimos partícipes de una superioridad aplastante-, hasta la más habitual denigración que podemos vocalizar en coplas donde nos ponemos afuera de ”país de mierda”, verbalización que costaría imaginar ni siquiera en broma en boca de un francés, un alemán, un estadounidense o un brasileño. A nuestra condición fuertemente anacional se suma nuestra amalgama racial, somos un flujo inmigratorio en un momento dado de la ignición histórica de su explosiva y particular mezcla, y más allá de que no podemos negar que existen prejuicios de raza en determinados sectores de la población –tema bastante tabú que sabemos esconder bien- nos parece mayoritariamente ridícula la idea de una segmentación tipo “ghetto” por ejemplo en función de ese tipo de tensiones. Nuestro origen aporta bastante para que a una parte mayoritaria seguramente de nuestra población le parezca un acto natural el hecho de que cualquier inmigrante de cualquier parte del mundo se instale en nuestra sociedad como Pancho por su casa. Nuestro umbral de tolerancia a las mezcolanzas está en un punto infinitamente más alto que el europeo.
¿Podría establecerse como insinuaron algunos una analogía entre el fenómeno social de nuestras poblaciones pobres de conurbano bonaerense y el de los centros urbanos principales, con lo que sucede en los suburbios parisinos? Creo que no, porque la tan mentada integración es un tema que va más allá del tener un salario, una vivienda, un transporte o una comida diaria asegurada. Pasa en general en casi toda Latinoamérica, la población tiene su propia cultura, su sistema de entretenimiento y representación, sus circuitos de su música, sus ritos, sus bailes, sus punteros políticos, su carnaval, su fútbol, sus programas de TV, de radio, sus revistas, sus ídolos. Es protagonista, no se siente excluida del imaginario referencial colectivo, está reflejada en los medios, está contestada su llamada desde el marco de las superestructuras sociales referenciales.
Dicho en otras palabras, los marginales latinoamericanos son Latinoamérica, y se sienten lo que son. En París los africanos y asiáticos sienten que no son Europa, y les hacen sentir que no lo son. La marginalidad latinoamericana se manifiesta en lo económico social, a través de la experimentación de carencias y pesadillas materiales relativas de todo tipo: insuficiencias de nutrición, de empleo, de salud, de transporte, de vivienda, de posibilidades de progreso, etc., pero poseen algo que la mantiene viva y insertada en el sistema, su protagonismo superestructural. Puede que esté destruida en lo económico pero no está desintegrada en lo cultural como puede ser el caso de algunos procesos inmigratorios europeos como el francés. La cacareada integración no se logra con civismo libresco aprendido en liceos y universidades, ni menos que menos con instrucciones ideológicas moralizadoras, es un acto que proviene de la historia de “la carne y del espíritu” que en Latinoamérica se sustentó en la mixtura coital, la imbricación reproductiva de etnias, colores de piel y costumbres; no halla otra raíz que la pueda sustentar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario