Segunda y última? parte. Las citas nuevamente remiten al artículo de Margarita Martinez en el número 19 de "El Interpretador"
"El ensayo sería la forma cultural por excelencia del siglo XX; busca traducir en la misma lengua, busca por ende interpretar (hermenéutica)."
Entiendo la ligazón plena de la hermenéutica a la traducción, no así la de ambos al ensayo, que no debiera ser como encarcelado dentro de la estrecha celda de uno de sus usos. Al menos no la esencia del ensayo como género-instrumento de composición de pensamiento. El ensayo busca explicar -antes que los textos o la lengua pre-existentes-, la propia voz, hacer tangible lo que existe y pugna por ser desocultado. Traduce pero partiendo desde lo experiencial alojado en el no-lenguaje hacia el lenguaje. Ligarlo monogámicamente a una nueva hermenéutica de la hermenéutica anterior es clausurarlo como plataforma de la creación de pensamiento. Con el ensayo se puede interpretar lo que no ha sido dicho, lo que no ha sido mediatizado por el lenguaje, y si se puede construir sentido sin interpretar, esa es su más deslumbrante cualidad. No es –necesariamente- una traducción en la propia lengua, es una traducción con la lengua.
Un pensamiento que plantea un conjunto de proposiciones sobre alguna situación no textual está aplicando este principio. El ensayo es domesticador de realidades inaprensibles, hace aprehensible lo inaprensible. Las interpretaciones de la herencia del conocimiento que el sujeto que escribe porta dentro de si, en cada momento histórico en el cual se coloca en la postura de ponerse a ensayar - su presente productivo-, es un dato elemental de la realidad del conocimiento y de toda producción cultural, y no debiera ser esto imputado al ensayo como característica particular.
De la traducción
Se me ocurre que la ignorancia de los lectores de ambas lenguas en disputa es directamente proporcional al grado de potestad manipulatoria del traductor para influir sobre la interpretación. Los viejos hermeneutas y exegetas que emprendían la epopeya de traducir las sagradas escrituras, ¿sabemos cuanto conocían de hebreo, arameo o griego para confiar en sus traducciones? Un entrechocar de idiomas y saberes relativos, el antiguo testamento por ejemplo anduvo como pelota rebotando del hebreo al griego, del griego al latín, del hebreo al latín sin escalas. Cuando Descartes escribió el discurso del método en francés seguramente se la habrá pasado “traduciéndose” del latín, su lengua culta formativa. ¿Quién pudiera definir cuando se ha logrado una traducción eficaz? La solvencia del texto en el idioma de destino no es garantía de representación fiel del original. La traducción es una versión condenada a la falsedad eterna.
Lo único que desde un punto de vista de puro sentido común aumentaría la fiabilidad de una traducción es el mayor nivel de conocimiento experiencial de ambas lenguas. Nunca entendí dentro del mundo de la traducción literaria la prevalencia del idioma de bajada sobre el de origen a la hora de elegir un traductor. Si se trata de traducir una obra inglesa al español (de España), ¿quién es más pertinente o idóneo? ¿Un traductor inglés que aprendió español o un español que aprendió inglés? Es más importante asegurar un conocimiento más profundo y experiencial de la lengua de origen de un texto, con el que fue escrito el texto, o la lengua de destino, con la que será leído? Las traducciones son eso, aproximaciones, versiones, y no hay nada más que hacer.
El uso en muchos ensayos de palabras en la lengua original solo apela a usufructuar algo más de diferenciación específica en los vocablos, para que la polisemia de los términos de uso corriente se achique y se facilite el foco del efecto semántico. Decir aufklarung en vez de iluminismo, racionalismo o ilustración es un ejemplo de obedecer a ese proceso, lo mismo que decir básquet en vez de balonmano, es un código que se supone maneja el lector y le será útil a una comprensión más eficaz.
Esa insoportable obligación docente
La pretensión docente del ensayo es otra de las insufribles características que lo han venido tiñendo del color de las penas y del olvido. Parece que el texto debiera estar diseñado de modo didáctico, para enseñarnos a todos cuanto sabe, mejor dicho para ofrecer un cúmulo pruebas burocráticas y documentales de tal sabiduría. El resultado habitual son esos mamotretos textuales que encima están plagados de citas entrecomilladas, enguionadas y engominadas, llenas de numeritos que llaman a unas y otras interrupciones. Citas que son llevadas al extremo de ocupar el rol de estructura principal, esa desesperación por informar al lector, supuesto investigador y cursante de la carrera de acumulación de bibliografía. Toda una derivación, supongo, de prácticas fraguadas a fuego en los claustros de las llamadas ciencias sociales, que a esta altura atrasan como la televisión blanco y negro. Esta verdadera amonestación del discurso instaló la costumbre -criada probablemente bajo la compulsiva exigencia de una necesidad evaluatoria de los docentes- de la presentación de la referencia bibliográfica como salvoconducto. Se los insta a concebir al ensayo como interpretación de material ajeno, y se termina en la interpretación de las interpretaciones. Hasta el análisis de la obra de cualquier bagallo autoral se justifica a si mismo con un aura de vocación docente, elucidadora, como un aporte al entendimiento que sirva al superior fin de la educación de los lectores analfabetos de toda ciencia literaria. Y se justifica siempre frente al ensayo de pensamiento o producción textual de tipo experimental, que sirve para el afianzamiento de la tarea de convertir a un escritor-intérprete, en escritor-compositor de sus propias obras. No se alienta al uso del ensayo como formato capaz de servir de vehículo a la liberación creativa de las propias ideas. Este modelo nefasto en el que pudo haberse convertido el ensayo dentro de determinados contextos, creo que es el que Martínez escoge como conejillo de indias para despedazarlo y transformarlo en mera versión ulterior, en traducción a la enésima potencia de la misma lengua.
Todo entraña un profundo acto de desconfianza que engendra la disuasión y la represión sobre la posibilidad de cualquier ejercicio desautorizado de la libertad creativa de parte del escritor. Que un texto no pueda fundamentarse a si mismo, no se basta a si mismo para autorizarse a ser leído y juzgado por el entendimiento sin necesidad de presentar documentos fehacientes que atestigüen la ajenidad de su origen. Y que esta ajenidad sea siempre compuesta por una sucesión de afamados autores consagrados de indubitable prestigio. Como si no supieran, quisieran o pudieran evaluar un texto por que en si mismo está diciendo, argumentando o interpretando, si no viene soportado por una decodificación de referencias bibliográficas que prácticamente muestren las huellas exhaustivas de donde fue trascripto. Esos ensayos o “monografías” se convierten en una cadena de transcripciones, donde la creatividad del escritor se restringe a ínfimas esferas colaterales entre los pequeñísimos intersticios que dejan tal operación de sucesivas dependencias. Todo esto supone una falsa “transparencia “ de procedimientos racionales.
"El ensayo bordea hoy un abismo algo peligroso: mientras el objetivo muta de opinar a decir algo significativo acerca de otra cosa –que en gran parte de los casos son discursos, discursos recuperados recurrentemente, mitos o situaciones trágicas, y otros, para señalar inmediatamente su caducidad en tanto mitos, pero su pervivencia en tanto situaciones humanas– su existencia reemplaza el acceso directo a esos discursos que él mismo instituye como fundantes."
Estoy de acuerdo en el sentido de la mirada sobre una deformación del ensayo, de una tendencia adquirida por su práctica, no como caracterización de condiciones del género. Precisamente, si hurgamos en torno a ese saber fundante al que perdemos acceso por leer esta degradada versión del ensayo, encontraremos que estaba construido en muchos casos a través del ensayo como género dominante.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario