El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

septiembre 20, 2011

Nadie más religioso que un ateo



Una vez un amigo me salió con la frase que da título a este post. Provocó mi sonrisa benevolente pero también cierta piedad intelectual ante lo que el fondo me sonaba a imbecilidad. Pero el devenir de la experiencia fue acrecentando en mi -aunque lejos todavía de consolidarla- la idea de que a la hora de darle un sentido a la existencia siempre la humanidad ha utilizado las ilusiones; ese atributo inigualable que es la capacidad de creerse una historia, tanto más trascendental que la de crearla, a pesar que esto último haya tenido siempre mejor prensa.

La religiosidad nace como consuelo ante la debilidad humana frente a la naturaleza y halla su conclusión funcional como rito de sumisión social. El orden místico reconoce así una extraño recorrido como respuesta a una angustia metafísica universal primero, y como abono de un particular orden terrenal de distribución del poder después. Desde el punto de vista de la desnudez individual de la conciencia básica del sujeto arrojado a la vida, las religiones comienzan modelando la noción de la pequeña finitud de lo propio frente a la inconmensurable infinitud de lo extraño. Luego, las transformaciones culturales acumuladas por el hombre que explotaron en la era industrial fueron habilitando la difusión de la ilusión de omnipotencia, en tanto fue necesario inyectar una masiva confianza en el hacer del hoy para multiplicar la productividad de las almas; que es una creencia como la anterior. El hombre, envalentonado por los avances de su propia acumulación cultural, presumió prescindir de consuelos superiores, confíó en si mismo, en sus realizaciones, en el poder de sus logros culturales, la razón y la ciencia que parecen explicarlo todo, la tecnología que parecía lograrlo todo y opacar su dependencia y pequeñez frente a la naturaleza.

El ateismo racionalista es una sustitución del objeto de la fe, más no parece que fuera la supresión de la fe. La religión está presente en la utopía del éxito y en las "lógicas" de confianza en un sistema de certidumbres totalmente falso basado en puras alucinaciones de grandeza que son impulsadas desde el poder de los dominadores y digeridas por los dominados. El hombre sigue siendo el ser inválido, transitorio, siempre vulnerable a una nimiedad -un virus, una bacteria, un viento- con un paso efímero por el mundo, solo que ha dejado de ser consolado a partir de la manipulación de dicha debilidad, ahora se lo manipula a partir de su capacidad de imaginarse vencedor e invulnerable. Las viejas religiones pierden efectividad social porque se basan en la culpa, el sacrificio, la restricción y la resignación a la fortuna o al infortunio establecido, a contramano del sentido de la civilización capitalista-industrial donde el consumo se sustenta en la ilusión de infinitud, en una falsa conciencia de omnipotencia necesaria para que despliegue de las energías productivas, transformadoras y consumidoras sea incesante.

El hombre de ayer era un resignado vasallo que iba camino a la muerte insignificante implorando redención, y aún los que encarnaban los roles más favorecidos en la distribución del poder justificaban el ejercicio de las peores crueldades que las que eran capaces -propia de su miserabilidad de sencillos humanos- como un destino ordenado por una inmanencia superior. La instancia de una habitabilidad post mortem de la existencia solía proporcionar tanto una dosis de sosiego como de temeridad. El hombre de hoy en cambio va camino a la misma muerte insignificante creyendo hasta el último instante que puede vencerla tan solo por la resonancia fulgurante de su nombre en la trama de significados en pugna. De ello deriva el crecimiento de la tendencia a experimentar el presente como urgencia extractiva, la perentoria caducidad de una experiencia irrepetible de la que no habrá segundas oportunidades. Y en ningún caso se trató de una convicción de inmortalidad puesto que las ilusiones orientadoras siempre se han basado en una conciencia inalienable de la finitud en la que la pasión de vivir es tan solo producto del efecto de no tenerla en cuenta la mayor parte del tiempo.


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