El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

junio 20, 2011

El segundo demonio



Ya es todo un género ensayístico-periodístico escribir en clave necro. La gente se muere y se imponen las notas de opinión que brotan en todas partes con una velocidad pasmosa. Se sabe que los grandes diarios guardan en sus almacenes varias necrológicas ya escritas de figuras con probabilidad de crepar. Pero igual no deja de sorprenderme como incluso reputados y multi-ocupados intelectuales hornean en minutos sus notas que salen listas para consumo cuando el cadáver de referencia está todavía tibio. Ernesto Sabato no fue la excepción hace poco más de un mes, no habían alcanzado a ponerlo en el cajón que las diatribas salpicaban en todas partes. En mi caso, apenas puedo con el ejercicio del abordaje tardío.

La disquisición sobre si un escritor debe ser juzgado por su obra o sus intervenciones públicas de carácter social y político me parece tonta. Si un escritor aparte de escribir decide convertirse en cantante, jugador de fútbol o referente social de opinión, valida por ese solo hecho la operación de ser juzgado también con arreglo a los valores propios de cada una de esas actividades. El escritor que hace suyo el rol de referente intelectual que la sociedad le ofrece y asume la toma permanente de posición antes los sucesos político sociales dominantes es obvio que se compromete a ser juzgado por su desempeño en dicha tarea, y Sabato es un preciso ejemplo de ello.

Demonizar nunca fue una figura tan apropiada para definir el tratamiento reservado a Sabato en los últimos tiempos. Desde algún centro de gravedad de opinión de izquierda se le imputó ser el autor de la “teoría de los dos demonios” y a renglón seguido se lo demonizó por ello sin dar lugar a recurso dialéctico alguno, convirtiendo esta operación semántica en una infinita progresión geométrica de demonizaciones jamás vista. No merece la pena indagar las distintas corrientes que confluyeron en construir esta verdad instalada sobre los hombros de Don Ernesto, pero baste con reconocer que se trató de uno de esos dictámenes tan anónimos como inapelables que anulan cualquier intento de someterlo a escrutinio.

Sabato fue condenado por el crimen de ser el más emprendedor de los héroes autorreferenciales de la cultura argentina. ¿Cómo hacer para sostener sin pausa la inmaculada bandera de un compromiso con los valores de rechazo al orden imperante al mismo tiempo que con ubicua ductilidad se refrendan las sucesivas encarnaciones de ese orden? ¿Pecado de vanidad? Acaso si entendemos como vanidad la desesperación por volverse trascendente, porque a Sabato lo atormentaba la inestable discrecionalidad de la trascendencia cultural y el interrogante último por el valor estético. Habiendo conocido la ciencia, siempre destacaba que lo que más lo acosaba en el arte era la incertidumbre por el valor de lo creado, la ausencia de dictámenes de verdad unánimes, y así se fue testigo de los estragos humanos que causaba en las almas profundamente ansiosas de absolutos, tanta confusa manipulación minorista de los valores de la grandeza. Ante cada punto de inflexión violento de la historia que le tocó vivir se apresuró como bombero intelectual a tomar posición inmediata y sus afanes de figuración y de aprobación moral fueron estampados en la tela visible de los hechos desnudos. Pero definitivamente, su figura representó como pocas el sentido común móvil de los argentinos, escribió y entonó el guión del flexible paradigma social capaz de justificar los hechos y otorgar razonabilidad a los poderes de turno, poniendo el correlato de legitimación cultural a los mensajes de casi todos los oficialismos.

De la relativamente escasa obra que salió de su pluma, atormentada por las inseguridades y las manías, sobresale “Sobre héroes y tumbas”, anclada en el lugar de su obra con mayor aprobación. A pesar de que se le han encontrado ciertas indecisiones, es la clave de acceso más inspirada a sus obsesiones fundantes. El héroe interno, la fiebre por el absoluto que lo apasiona y lo vuelve fanático hasta de sus errores, y la ansiedad de gloria que subyace al fuego interior de una obsesión impiadosa por una perfección fútil. La sepultura de la esperanza, representada por la acuciante necesidad de hacer cesar la pestilencia del hombre vuelto carne descompuesta, repetida como un ritual de derrota una y otra vez, por sus deudos responsables.

“Abbadón, El Exterminador” fue su novela que más disfruté, representó más coloridamente la brillante lucha de la mente racional contra la carencia de un Absoluto y contra la seducción tanto irrefrenable como culposa del concepto mismo de Demonio. El Mal como el eje de toda obra, y La Razón como única espada capaz de volverlo pedazos. Un Mal que se mostraba como todo esperaban que fuera: obsesivo, oscuro, ciego, maloliente, monstruoso, subterráneo; un adefesio realmente abominable.


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