El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

enero 22, 2011

La condición perruna





Hay una frase hecha rodando por allí que dice –con buen tino- que el fútbol es un estado de ánimo. El animismo es la ideología subyacente más fuerte en el fútbol. Se explican brutales derrotas y lapidarios fracasos con argumentos del tipo “no tuvimos actitud”, y luego el proceso de duelo se canaliza a través del concepto todopoderoso de “la recuperación anímica”. La derrota debe doler, está bien visto que el jugador permanezca de duelo y dramatice hasta el infinito la tristeza por la debacle inexplicable que lo culpabiliza y ofende a todo el mundo. Solo se admiten salmos revanchistas en base a redoblar esfuerzos que sustenten recuperaciones heroicas.

La bomba psicologista es la principal arma de todos los entrenadores en general. Algunos adoptan el modelo del puro optimismo, de la festividad lúdica, caso por ejemplo de cierta parte del viejo menottismo que hoy día cuenta a Angel Cappa como su referente emblemático. Para ellos al triunfo se arriba desde la diversión artística del goce por el juego, de un altura estética que permita desplegar potencialidades coordinativas de juego asociado que redundarán en triunfos bellos y gloriosos, pero casi imperceptibles, meras consecuencias de una conjunción que determina una superioridad técnica frente al rival sin que se desprenda la sensación de supresión del mismo que brinda todo triunfo. No se convoca a una guerra sino a una gesta artística; el futbolista se prepara como se prepara un ballet o un conjunto teatral para brillar en los escenarios y el hecho de tener que derrotar a un circunstancial rival como parte del acto se considera una cuestión accesoria que por lo tanto no debe ser motivo de odios ni hostilidades.

Falcioni, en cambio, por portación de rostro, por gestos rabiosos marcados a fuego, se ha ocupado de encarnar como pocos la condición perruna en la conducción de planteles futbolísticos. ¿Cómo se traduce esa metafísica de la fiereza ladradora en términos de una pelota rodando en juego entre veintidós atletas? Se trata de señales, pequeñas y grandes marcas que impregnan el entorno hasta proyectarlo en una acción de campo, en una afiebrante pre-disposición táctica que deriva en una implantación casi maquinal de las acciones. Primero se asume la naturaleza del fútbol como una guerra destemplada, sin tapujos ni adornos líricos, que determina siempre “un estado de emergencia” dentro del campo”. Se hace gala de la simplicidad siempre bajo la seguridad defensiva, primer mandamiento no negociable que nadie puede poner en riesgo de ninguna manera. Los defensores, verdaderos adalides fundantes de esta concepción, deben actuar como si estuvieran “de guardia” en una frontera a punto de ser atacada; cualquier distracción se considera casi un crimen traidor que viola la sagrada premisa de “no regalar nada”. Y desde allí se cuecen códigos del compañerismo bélico que llegan hasta el ataque que debe ser certero, veloz, preciso y contundente, sin despilfarrar recursos. La preparación física debe ser ostensiblemente exagerada en lo ritual: triple o cuádruple turno; que el espíritu del “sacrificio” temple las almas y conduzca los músculos al borde del extremo dolor para disponerlos para las más extenuantes batallas. El triunfo se supone una epopeya compensatoria de los bienestares ofrendados en la refriega preparatoria.

En definitiva, frente a aquellos que creen que al triunfo se puede arribar a través del placer, el sentido perruno opone el camino del dolor. A partir de ahora, interesante será ver si el Boca de Falcioni logra plasmar esta concepción en un plantel repleto de mandamases, vedettes y hombres que consagran su vida al goce de la felicidad eterna.

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