El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

enero 10, 2011

Enero


Los meses, como las mujeres y los hombres, tienen personalidad. Aunque luzcan entes abstractos con su particular vida cíclica que se renueva año tras año. Los meses no envejecen pero tampoco aprenden de las experiencias pasadas; arrancan sus latencias de treinta días anuales iguales a sí mismos, destinados a ejecutar la misma partitura climatológica de la que solo cabe esperar la disonancia de aisladas rarezas. Enero debe su nombre a Jano, un diosito de la mitología romana que tenía dos caras, o mejor dicho tenía cara también en la nuca y se ocupaba de los comienzos y los finales, justo lo más interesante. Pero no se tratarán tópicos filosóficos en este post que está decidido a bordear la frivolidad si es necesario porque no hablo de un mes ubicado en cualquier parte, sino bajo precisas coordenadas contextuales de la geografía argentina y en estos tiempos que corren, y nunca caminan.

En Argentina enero ostenta el primer puesto en cualquier ranking de los meses vacacionales veraniegos. En enero se presume que todos deberíamos estar de vacaciones si es que somos dignos gerentes de la empresa de nuestra propia vida. Y nunca se compara la jerarquía del que elije enero respecto de los marginales que se deben conformar con la limosna de diciembre, febrero o marzo. Elegir enero es demostrar un bendito poder que no necesita ser descomunal pero si soberanamente suficiente para volverse efectivo. Es partir el año con un triunfo gozable ante los derrotados que se tuvieron que conformar con febrero e intentarán disfrazar con eufemismos la incontrastable realidad del traspié, pasajeros del furgón de cola del tren de los desechos, ocupantes del vagón de los "derrotados sociales silenciosos" condenados a la penosa liturgia del premio consuelo.

Rescato lo que escribiera en la monografía final de mi tercer año de la carrera de Opinología:

“La tropicalidad ausente de las playas atlánticas argentinas, de las palmeras a los pinos”

Las playas argentinas han sido puestas por el Creador en una latitud sur bastante extrema del Océano Atlántico El imaginario veraniego argentino, capaz de concebir el goce de los baños de mar y las caricias de los soles abrasadores, es una ficción que choca contra la realidad de temperaturas crudas, vientos destemplados arrojando partículas de arena como misiles, tiritantes raídes de adaptación al agua, cimentación profunda y pesada de sombrillas para que no levanten irascibles vuelos, noches frías como piedras, abrigos incomprensibles que cubren torsos de cuerpos cuyas piernas pretenden con sus desubicadas bermudas resistirse a la realidad. Pero enero es el mes del calor supremo se supone que es el que menos falla, el que garantiza más días soportables, como la única promesa concreta de lucha contra la imposibilidad climática. Como en buena parte del resto del país enero es un infiernito, el círculo oleoso -de olas y no de aceite- se cierra.


Nuestras playas también se han tenido que inventar el paisaje de su tropicalidad ausente. la importada iconografía tropical de palmeras imposibles el ingenio argentino la supo sustituir por pinos, noblres amigos de los más penosos inviernos europeos. La búsqueda de exclusiva conchetidad tuvo un extraño reflejo que derivó en una concreción de diseño urbano: los pinos que adornan las playas más cotizadas de nuestra costa son la contracara playera en clave estival de los que distinguen los exclusivos Alpes Suizos.


En conclusión, enero debería ser abolido del calendario laboral. En enero todos deberíamos estar de vacaciones. Si Cristina, se impone estatizarlo.


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