Las húmedas demandas de la transición te secan. El reposo acartona instintos, amansa bellaquerías, morigera ímpetus irrespetuosos. Granizo molido por el viaje abúlico, cae en tu cabeza y te enfría, reagrupa a tus enemigos imaginarios, amordaza a tus patrocinadores generosos.
El pegoteo de lo cotidiano te acapara. Pasan meses de terrenal domesticidad, de agendas mediáticas que la inmediatez te mete como con un embudo gigante en tu boca. Como si se volviera imposible detenerse a respirar fuera de los mojones marcados en la superficie, como si aspirar y exhalar su olor a bacalao podrido fuera irresistible, a la vez conjuro tentador y placer facilista, un opulento premio a la pasividad. Uno aparece con las antenas de las pasiones excelsas ocupadas, las líneas directas a la máxima resolución reflexiva bloqueadas, con la respuesta acorazada por las manchas reactivas de un regocijo reflejo, usando tan sólo una colonizada periferia vegetativa de su propia soberanía como sujeto.
El ajuste geo filosófico del pensamiento evoca una tendenciosa misión de pesimismo final. A poco de bucear en dirección al núcleo por las vecindades del origen conceptual de la realidad que vivimos, aparece un enorme Occidente europeo siglo veinte que no puede sostenerse como referente de esperanza toda vez que aún es posible -con sólo acercar la yema de un dedo- palpar la tibieza de su ejemplaridad criminal. Masacres, campos de concentración, torturas, horrores, festines y orgías de sangre, industrialización de la muerte del hombre por el hombre sin más medida que la impunidad de la perversión más abyecta, aniquilamiento ciego del ambiente, indiferencia ante las iniquidades. Y una conclusión a plena luz del día: parece imposible impedir que el poder lo dejen de tener los perversos en tanto haya que ser perverso para poder llegar al poder.
¿Se convierte entonces el proyecto del pensamiento profundo en una incursión indefectible al desastre, a la conclusión agria, al choque frontal contra el muro de la tristeza infinita? ¿Será esta espuma sosa de la agitación de la maquinaria real, el hábitat que nuestro instinto social elige en defensa propia para preservar su indefectible vocación por el goce del placer existencial? ¿Cómo no comprender que el motor humano se acoja a ese entretenimiento nervioso que se le ofrece como definitivo mendrugo mientras lo acosa la cuenta regresiva hacia la fecha vencimiento de su disponibilidad?
Hace falta un reencuentro de la hondura y la esperanza, de la afiebrada pasión por el fondo fulminante del pensamiento y el regocijo óptimo del hacer. Y esa reconciliación fruitiva sólo es posible cuando de la inmersión boscosa en el entendimiento emerge un sentido hecho proyecto y no sólo un grito apocalíptico estéril que se pierde en el depósito de los silencios.
El pegoteo de lo cotidiano te acapara. Pasan meses de terrenal domesticidad, de agendas mediáticas que la inmediatez te mete como con un embudo gigante en tu boca. Como si se volviera imposible detenerse a respirar fuera de los mojones marcados en la superficie, como si aspirar y exhalar su olor a bacalao podrido fuera irresistible, a la vez conjuro tentador y placer facilista, un opulento premio a la pasividad. Uno aparece con las antenas de las pasiones excelsas ocupadas, las líneas directas a la máxima resolución reflexiva bloqueadas, con la respuesta acorazada por las manchas reactivas de un regocijo reflejo, usando tan sólo una colonizada periferia vegetativa de su propia soberanía como sujeto.
El ajuste geo filosófico del pensamiento evoca una tendenciosa misión de pesimismo final. A poco de bucear en dirección al núcleo por las vecindades del origen conceptual de la realidad que vivimos, aparece un enorme Occidente europeo siglo veinte que no puede sostenerse como referente de esperanza toda vez que aún es posible -con sólo acercar la yema de un dedo- palpar la tibieza de su ejemplaridad criminal. Masacres, campos de concentración, torturas, horrores, festines y orgías de sangre, industrialización de la muerte del hombre por el hombre sin más medida que la impunidad de la perversión más abyecta, aniquilamiento ciego del ambiente, indiferencia ante las iniquidades. Y una conclusión a plena luz del día: parece imposible impedir que el poder lo dejen de tener los perversos en tanto haya que ser perverso para poder llegar al poder.
¿Se convierte entonces el proyecto del pensamiento profundo en una incursión indefectible al desastre, a la conclusión agria, al choque frontal contra el muro de la tristeza infinita? ¿Será esta espuma sosa de la agitación de la maquinaria real, el hábitat que nuestro instinto social elige en defensa propia para preservar su indefectible vocación por el goce del placer existencial? ¿Cómo no comprender que el motor humano se acoja a ese entretenimiento nervioso que se le ofrece como definitivo mendrugo mientras lo acosa la cuenta regresiva hacia la fecha vencimiento de su disponibilidad?
Hace falta un reencuentro de la hondura y la esperanza, de la afiebrada pasión por el fondo fulminante del pensamiento y el regocijo óptimo del hacer. Y esa reconciliación fruitiva sólo es posible cuando de la inmersión boscosa en el entendimiento emerge un sentido hecho proyecto y no sólo un grito apocalíptico estéril que se pierde en el depósito de los silencios.
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