El lugar donde he sido mandado a vivir sin ninguna experiencia previa en el medio de la más huérfana inconstancia. El que me obliga a tomar por sorteo hasta la más inocente de mis decisiones, como la de creer en la más pálida idea...

julio 25, 2009

De la morte macabre II


El asesinato como entretenimiento universal

Matar para algunos es un arte. Hay miles de historias se han tejido sobre la urdimbre de los crímenes. Sofisticación, estratagemas matemáticas, inspiraciones místicas o literarias. No por hacerse de modo artísticamente sublime se podría quitar la condena a la tragedia del asesinato, pero convengamos que matar con cierta calidad estética al menos lo hace más digerible para quiénes no se relacionan con la víctima. El 90% de los argumentos de ficción de la industria del entretenimiento occidental – y el de oriente occidentalizado- se basa en la atracción lúdica del asesinato, en el impacto psicofísico de la chorreadura de la sangre. Las dosis de sangre en pantallas, letras y dibujos son catárticas, ayudan a expiar un poco toda la sed caníbal que esta civilización ha sublimado en una disciplinada competencia por la subsistencia económica.



El placer militar

El asesinato se busca con un gesto deforme y brutal para afirmar el propio placer a costa del horror que insume la tragedia de la destrucción del otro. Los genocidas del proceso mataban a escondidas para liberarse de la represión religiosa, como decía el monstruo Díaz Bessone al defender las masacres clandestinas porque si fusilaban legalmente se exponían a la condena del Papa. En cada justificación del acto de matar, en cada impunidad aprobada hay una pena de la muerte encubierta, hay un asesinato simbólico. El militar se reserva ese placer mayor, los sufrimientos de su ruda formación, carente de gestos afectivos y cargada de dureza, soportando un régimen árido de obediencias y humillaciones, será compensado con la posibilidad de gozar el oscuro placer de matar en la guerra. Las guerras se sostienen en el imaginario de sus hacedores porque son orgías de pasión destructiva y los riesgos de perder la propia vida rivalizan contra la promesa de una estadía en el paraíso pulsional de la muerte. Los soldados y civiles enemigos constituyen un alimento apetitoso, el premio mayor que los militares se reservan; la autorización para gozar del placer de matar sin control; la suprema orgía de destrucción vengadora que justifica todos los sacrificios.



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